"El esfuerzo por aclarar las ideas es el fundamento de la vida moral" Blaise Pascal
3.1 Relaciones universales de contrarios
En este capítulo se
desarrollarán más algunas de las relaciones de contrarios expuestas con
anterioridad. Aunque mantendrá una estructura aristotélica, la finalidad no es
determinar el justo medio entre esos contrarios como encarnación del bien, sino
definir la relación en sus términos ético-políticos (no metafísicos). La vida
está en el medio de esos extremos, irremediablemente: vida - muerte, bien -
mal, libertad - igualdad, público - privado, etc.
3.1.1 Vida y
muerte
La vida es un valor
necesario pero no supremo. Es decir, que es imprescindible para todos los
demás, y justamente eso es lo que le otorga su valor, de esta manera, vicario.
Su función como valor está en otorgarlo a aquello por lo cual se pone en
riesgo, se sacrifica. Así, sacrificar la propia vida por la libertad consagra a
ésta última en valor supremo. Esto refleja su función de valor de cambio y no
sustancial. Su definición como valor necesario, pero no suficiente, como medio
para algo superior, queda reflejado en que una vida que sólo consistiera en la
mera supervivencia la consideraríamos indigna, también si simplemente se
dedicara al ocio, o injusta si esa mera supervivencia fuera fruto de una
coacción de terceros. En definitiva, que una vida sin trascendencia, sin
voluntad de dejar rastro en la vida de los demás, es una vida devaluada.
El valor de la vida es,
en sí, un mínimo que todos reciben al nacer y que, a partir de una buena
gestión de la misma, se puede obtener una plusvalía que va generando el propio
individuo cuando convierte esa vida en un proyecto ético, es decir, cuanto dota
a su vida de trascendencia. Un buen indicador (que no finalidad) de esa plusvalía
que la acción propia le otorga a la vida es el rastro que una persona deja en
las demás, combinando su dimensión cuantitativa (si deja huella en cierto
número de personas) y la dimensión cualitativa (qué profunda es esa huella que
deja).
El poner en riesgo la
vida propia es la piedra de toque de la condición moral del individuo, pues si
se niega a hacerlo cuando está en juego un valor que creemos superior
certificará su cobardía, y si la pone en riesgo por algo que no vale más que
ella certificará su frivolidad temeraria. La nobleza precisa del riesgo y de
saber escoger qué valor es supremo, es decir, a qué valor se puede llegar a
sacrificar la vida. Uno de esos valores supremos es, paradójicamente, la vida
de los demás. Un individuo debe poner en peligro su vida cuando está en juego
la de otro, pero no como pura equivalencia (es decir, sacrificar una vida por
la otra), sino siempre que exista la posibilidad de salvar otra vida además de
la propia.
Nuestra actitud para con
la vida ajena demuestra nuestra capacidad moral, además de la ética. La vida
como virtud exige que sea cada cual quién decida sobre la misma; si no es así,
si un individuo puede decidir sobre la vida ajena, ésta pierde toda dimensión
ética para pasar a ser un mero medio para alcanzar fines externos. Esa
cosificación carente de valor en que se convierte una vida sacrificada por el
bien de otros no siempre se da en los sacrificios colectivos. Así, la muerte en
una guerra que el sacrificado considera justa no carece de valor o virtud, pues
aunque su muerte haya sido producto de la decisión de un superior, la
exposición a la misma ha sido voluntaria en tanto lo que en esa guerra estaba
en juego (la libertad, la patria, etc.) era un valor supremo para la víctima.
3.1.2 Creadores
y consumidores
La diferencia antes
establecida entre consumidores y creadores es otra de las dicotomías
esenciales. Esta diferenciación entre hábitos de los hombres determina la
presencia de una élite social.
Los hombres que son conscientes
de su proyecto ético y que lo llevan a cabo con nobleza (más allá del valor que
para los demás tengan) configuran una élite social propia: la élite moral,
quizás la más relevante. Existe una relación directa entre esta élite y los
individuos creadores y no meros consumidores. Independientemente del valor
social de los proyectos éticos de estas personas, su propia existencia como
élite es ya un valor social en tanto sólo en un régimen de libertades (para
todos) es posible la existencia de la misma. Y ello es así porque al
autorregularse el ser ético no necesita la coacción para actuar noblemente; por
contra, un poder coercitivo que le obligara a dejar de ser él, de
autorregularse, haría insostenible su condición. La autonomía es condición
esencial para el ser noble, y esa autonomía lo es respecto al resto de la
sociedad y de las creaciones tecnológicas de la misma. Esto no significa que
sea tecnofóbico ni misántropo; antes al contrario, debe utilizar todas las
herramientas existentes para desarrollarse y, a la vez, debe desarrollarse a
partir de compartir experiencias y conocimientos con los demás...pero sabe que no
es en eso en lo que consiste su yo; y sabe que en circunstancias extremas
sabría seguir adelante sin herramientas ni compañía. Como tal, esta élite es
independiente de la económica o de la política, aunque es vital para la
sociedad que éstas lo sean, a su vez, morales. Es por ello que, en contra de un
aserto muy mediterráneo, sí que es importante la manera de comportarse en la
vida privada de los personajes públicos. La élite moral se busca, pues los que
no actúan con nobleza conspiran contra ellos, pues su ejemplo es para los
resentidos una acusación permanente. Ser élite requiere el esfuerzo de
perseverar más allá de la incomprensión social. Es por ello que el ser noble
debe ser fuerte y que debe buscarse entre iguales para reforzar su compromiso
ético. En estos momentos las nuevas tecnología pueden ser esenciales para
disipar la soledad de las personas portadoras de un proyecto ético al borrar
las distancias y facilitar el encuentro de personas por su interés y no por su
nacionalidad o cercanía.
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