"El esfuerzo por aclarar las ideas es el fundamento de la vida moral" Blaise Pascal

5. De la política


Hablemos del otro distanciamiento: la política. Ésta es universalista e impersonal (trata de lo general), objetiva (aspira a ser compatible en el consenso) y normativa (busca fijar leyes justas). Lo colectivo es una creación de los hombres y siempre debe estar subordinado a los diferentes proyectos éticos, que son individuales. Por ello la máxima virtud de la política es posibilitar el presupuesto de la ética, la libertad individual…aún cuando muchas personas rechacen su libertad. El ámbito político está subordinado al ético, marcando los límites (los medios) lícitos para hacer posible un espacio social donde los individuos puedan realizar esos proyectos éticos, así la finalidad de la política sería definir instituciones sociales justas que posibiliten la libertad individual necesaria para el desarrollo de los proyectos éticos individuales (por ello toda política debe ser en esencia pluralista) de las personas de aquí y ahora. La política no está para hacer mejores a los hombres, sino para convivir de manera satisfactoria aun cuando sigamos siendo tan imperfectos como siempre. He aquí la esencia de su modestia. El espacio de la voluntad, del individuo romántico, del héroe es el de la ética, radicalmente individual; el espacio de la política es el espacio de lo común, del mínimo común; el espacio de las reglas y el consenso. Todo intento de traspasar el ideal romántico de la ética a la política está, en el mejor de los casos, condenado al fracaso; en el peor, puede llevar a la catástrofe. La política habla de los medios lícitos y no lícitos en la interacción con los demás en el objetivo de conseguir los fines que cada uno de nosotros nos proponemos. Marca los límites de la acción individual. Si la política son medios definidos como instituciones, dos son las instituciones políticas básicas que, además, funcionan en sentido inverso: la primera el estado, que es un limitador de aquello que es lícito hacer; la segunda el mercado, que funciona como un potenciador de lo que queremos hacer. Ambas instituciones deben ser justas, pues la justicia es la virtud de la política. La justicia, en este contexto, hace posible la realización de los proyectos éticos individuales. La política no tiene como finalidad la felicidad, sino facilitar o no poner impedimentos a la felicidad, que es siempre individual. En ese sentido -y contrariamente a la ética- su valor depende del resultado, más que de la intención. Existen otras instituciones sociales, pero de carácter espontáneo y que, por lo tanto, no son objeto de la política, es decir, de la negociación y debate social para definirlas como justas.

 

La sociedad es el conjunto de las instituciones y de las interacciones que se realizan entre los individuos que las utilizan. Las instituciones son creaciones (voluntarias o no) de los hombres a lo largo de los siglos; son por ello un saber colectivo, consuetudinario y espontáneo. Debemos diferenciar entre dos tipos de instituciones que comúnmente se confunden. Por una parte tenemos las instituciones del orden espontáneo y, por otra, las instituciones-organizaciones. Las instituciones del orden espontáneo son, por ejemplo, la familia. Se trata de instituciones con un objetivo inmanente al propio orden social (organizar la convivencia), que son múltiples y variadas aún definiéndose bajo el mismo concepto (ello es así porque enmarca una praxis social sin un aparato de control que la defina, con lo cual el nivel de creatividad es muy alto) y su origen no está en un acto deliberado humano. Tienen como mecanismo de información las costumbres y se basan en relaciones de solidaridad entre sus miembros. Por el contrario, las instituciones-organizaciones, como la iglesia o el estado tiene un objetivo externo al propio orden convivencia de la institución, se trata de una institución única, cuya definición está marcada por un aparato de control y ha sido creada por el hombre mediante acto deliberado. Su mecanismo de información son las leyes o normas explícitas y se rigen por relaciones de necesidad y no de solidaridad (y, en el caso específico de las instituciones-organizaciones políticas debemos intentar que se rijan por relaciones basadas en la justicia). El mercado es un tipo de institución mixto que, aunque se debe desarrollar a partir de un marco legal explícito -como las propias de las instituciones-organizaciones-, lo que justifica que sea objeto de la política, tiene que dejar un amplio margen de discrecionalidad, de interacción entre los miembros sin dirigismo estatal. Las instituciones son mecanismos sociales que cumplen una función social esencial (la familia: cuidar a los niños; la educación: transmitir los conocimientos; el mercado: abastecer de bienes a la sociedad, etc.) y que se desarrollan a partir del intercambio y de la práctica de millones de seres. Las instituciones se definen a partir de normas sociales, relaciones regladas (leyes, como reglas deificadas y costumbres, como reglas interiorizadas) entre individuos (definiendo comportamientos esperados) y constituyen el espacio que da sentido a la acción de los individuos.

 

Es muy importante diferenciar entre las lógicas de relaciones que se establecen entre los dos tipos de instituciones. Efectivamente, ambas lógicas son diferentes y así debe ser. Las instituciones de la política, como el estado, no deben actuar según lógicas de solidaridad, sino de justicia, como el mercado actúa por la lógica del beneficio. La lógica de la solidaridad debe quedar para las relaciones interpersonales de la sociedad en su conjunto, como proyección de las relaciones y lazos familiares. Mezclar esas lógicas en esos ámbitos lleva a despersonalizarlos y a su imperfecto funcionamiento. Así mismo, ambas instituciones marcan el tipo de interacción entre los individuos que las componen: por una parte, y siguiendo la idea kantiana, el hombre es un medio (para la institución-organización) y un fin para la sociedad. El mecanismo de información de los órdenes espontáneos, como la sociedad o la familia, es la costumbre. Una de los efectos más contraproducentes de la ampliación de los campos de acción del estado es la difuminación de las fronteras entre sociedad y estado y, de manera consecuente, la utilización de la ley como mecanismo (coactivo) de información sustituto de la costumbre en los ámbitos propios de la sociedad. Ahora bien, esto no significa que las instituciones no puedan estar sujetas a reformas, ahora bien, éstas deberán respetar los usos sociales para ser efectivas y no necesitar de la coacción para establecerse.

 

Esta dicotomía entre instituciones que son organizaciones e instituciones espontáneas nos introduce en la idea de sociedad civil. Llamamos sociedad civil a aquella que muestra un equilibrio entre sus organizaciones y sus instituciones espontáneas, de tal manera que las primeras, y muy especialmente la más influyente de todas, el estado, no aprehenden el espacio total en su totalidad y muestra respeto por otras lógicas que no son la de la justicia, sino también la de la solidaridad y del beneficio en el mercado; de igual manera, las instituciones espontáneas tienen vida propia más allá de las organizaciones generando contrapoderes que hacen posible la libertad. Así, la naturaleza del estado define la viabilidad de una sociedad civil. Esto es así en tanto el concepto tiene una historia que lo retrotrae a la lucha liberal del siglo XVIII por alcanzar mayores cuotas de autonomía de la sociedad respecto al estado. Por este motivo éste es un concepto claramente liberal, tanto en su origen como en su ejercicio. En la actualidad están en boga interpretaciones "restrictivas" en la definición de la sociedad civil. Estas interpretaciones contraponen la sociedad civil al estado, e incluso al mercado, otorgando virtudes a las primeras que niegan a las segundas. Por contra, aquí se plantea que la virtud está en el equilibrio entre las mismas (es decir, en la existencia de contrapoderes). La razón de estas interpretaciones quizás radica en adjudicar valores "humanistas" a las organizaciones espontáneas, pues en éstas actúa la lógica de la solidaridad, una lógica que refiere a la persona un carácter concreto e intransferible, mientras que las lógicas de la justicia y el beneficio son abstractas y despersonalizadas. Ahora bien, ambas lógicas son imprescindibles para una sociedad civilizada (sin la lógica de la justicia no existiría, por ejemplo, el imperativo categórico kantiano), simplemente actúan en diferentes ámbitos (y así debe ser).

 

Como el proyecto ético, la política precisa de un presupuesto (la no coacción) y un mecanismo (la información) para realizarse.

 

El presupuesto es la no coacción, que es el reverso colectivo que posibilita la libertad individual y que la promueve. Coaccionar es forzar a alguien ha realizar o seguir el plan de otro. La coacción envilece al ser, al convertirse en mero medio para conseguir un fin ajeno. Frente a la coacción el estado debe ejercer su capacidad de acción. Para ser efectivo, éste debe ser efectivamente un presupuesto y, por ello, pre-político, es decir, de consenso basado en un valor negativo: aquél que todos podemos compartir, como es evitar aquello que todos "no" queremos: dolor, limitación, etc. Es por ello que a este estado pre-político se le puede denominar política del no-querer. Todas las instituciones, y por ende, las políticas del estado y el mercado, deben basarse en este presupuesto de la no coacción que hace posible la libertad individual. Ahora bien, debe recordarse la diferenciación entre coacción y limitación, siendo la primera la que exige la intervención de una autoridad superior y la segunda simple contexto en la que se da la acción ética. Por otra parte, la no coacción en un presupuesto que no sólo hace posible la libertad individual desde una perspectiva ética, sino también de beneficio social: la libertad promueve la experimentación social necesaria para mejorar y, a la vez, promueve la diversidad social, elemento básico que retroalimenta la libertad, pues su pervivencia precisa de ella. No es posible una política de justicia con coacción. Ahora bien, no debemos confundir objetivos con beneficios. La no coacción debe ser un objetivo esencial de la praxis política liberal tal como aquí se definirá. El bienestar individual, la creatividad social es un beneficio que genera esta praxis y no el objetivo de la misma. Esto es importante recordarlo, pues para el político puede ser muy tentador utilizar medidas coactivas para conseguir esos beneficios, olvidando que son fruto de la no coacción y que en este sentido, todo atajo puede ser contraproducente para alcanzarlos.

La no coacción es el espacio de la pre-política, es decir aquellas cosas que precisan de un consenso básico. Es decir, la política del no-querer. A partir de aquí, la definición de las instituciones políticas básicas están sujetas al debate ideológico…y a la historia.

 

El mecanismo del que se sirve la política de la libertad es la información para que los ciudadanos tomen decisiones. Así como podemos decir que el arma más importante de la política del no querer es el sentido común, el arma a utilizar desde el querer es la razón, el conocimiento y el discurso. Cada institución política tiene diferentes formas de información: el estado informa con leyes y el mercado con precios.

 

Como se ha indicado anteriormente, las instituciones políticas -estado y mercado- basan las relaciones de sus miembros en la necesidad y ésta, debería estar determinada por la lógica de la justicia.

 

Efectivamente, la virtud de la política es la justicia. La justicia es la mayor expresión del distanciamiento. En este sentido, actuar de acuerdo con la justicia respecto a los hombres significa juzgar y recompensar según los comportamientos, y no las prenociones o prejuicios que todos tenemos. Actuar según este dictado es lo que define el ideal de la justicia. El origen de la justicia (y su necesidad) está en el inevitable contacto (y relación) con aquellos con los cuales no se tienen relaciones de consanguinidad y la necesidad de fijar reglas universales que permitan la propia supervivencia mediante la colaboración mutua hasta derivar en la creencia de que lo que es práctico es moral: el imperativo categórico kantiano que conlleva tratar a los otros como a uno le gustaría ser tratado. La política justa de los hombres es aquella que respeta a los individuos como portadores de un proyecto ético, como personas que tienen unos fines propios que debemos respetar, aun cuando puedan poseer medios importantes para que nosotros también podamos hacer realidad nuestro proyecto ético; medios que debemos procurar que compartan con nosotros mediante los incentivos adecuados. Esta concepción de la justicia es válida tanto en su acepción social (la justicia como instituciones) como en la individual definida a partir de la interacción de los individuos en la vida cotidiana. Es por ello que la justicia es útil; en tanto en cuanto facilita la predisposición de las personas a la colaboración social. Para que el trato justo sea posible hace falta personas y sociedades seguras de sí mismas, en las cuales la pobreza, la supervivencia sean cuestiones resueltas, pues ser justo respecto a los demás puede significar anteponer los beneficios de terceros a los propios y ese es un lujo que sólo desde la serenidad solemos permitirnos.  En el ámbito personal, ¿cuándo una persona puede identificarse como injusta en su trato con los demás? cuando cometiendo una injusticia consciente, no hay arrepentimiento ni reparación a terceros de los daños realizados. Por otra parte, recordando una discusión socrática, podríamos decir que, efectivamente, es peor cometer una injusticia que recibirla, ¿por qué? si somos nosotros los que cometemos la injusticia, siendo de natural justos o aceptando la virtud de ese sentimiento, centramos nuestro odio sobre nosotros mismos y siempre tendremos una deuda pendiente, aunque se repare el mal realizado, mientras que si la recibimos no centramos nuestro odio sobre nosotros mismos y la deuda se zanjará una vez haya sido reparado el mal recibido. En el ámbito colectivo, la política de la justicia se define en las múltiples instituciones en las cuales cabe actuación humana. Así, en el ámbito del estado y las leyes, la política de la justicia se define en la creencia de que nuestra libertad se acaba donde empieza la de los demás, y así se posibilita una praxis a partir del distanciamiento y de la empatía. El distanciamiento no es sinónimo de desprendimiento o altruismo. Lo justo es Juzgar y recompensar según el mismo criterio que nos gustaría que nos aplicaran a nosotros mismos (otra vez el imperativo categórico). Por ello es, a la vez, una virtud egoísta y distanciamiento, pues consiste en reconocer nuestros intereses en los otros. En la institución del mercado y los precios, que es el ámbito de la colaboración social, tratar con justicia significa recompensar a cada cual según la utilidad que para la realización de los deseos de los demás tengan sus creaciones (Hayek; Kirzner). En uno y otro ámbito, lo justo es tratar desigualmente a los desiguales, a cada cual según sus actos, es decir, que los resultados de la acción no pueden enjuiciarse con independencia del comportamiento individual que hayan tenido los partícipes en el mismo. Una filosofía que se basa en el individualismo no podría juzgar de otra manera.

 

Es en este sentido que cobra importancia la idea de igualdad, pues en una política de la justicia la dignidad del otro se respeta al ver al mismo como un igual en su acción, y sólo se juzga a partir de los resultados o intención de las mismas. La igualdad es la recompensa de la política justa. La igualdad que propugnamos aquí siempre es, literalmente, igualdad de partida. De partida como oportunidad para mostrarse en sus acciones y ser juzgado a partir de sus actos por las personas…y las instituciones. Igualdad, pues, ante una ley abstracta y general e igualdad a la hora de respetar al otro como portador de una proyecto ético (es decir, juzgar sin prejuicios). Esta idea de dignidad de todas las personas tiene su origen, entre otros, en la religión católica -todos los humanos son hijos de Dios- y se ha fortalecido a lo largo de la historia por la revolución tecnológica, la ciencia y el comercio que han hecho que la propiedad de la tierra o el nacimiento no sean ya los únicos criterios para definir la importancia de las personas en favor de las habilidades y el trabajo. Sólo una sociedad totalitaria garantizaría la igualdad más allá de la propia de partida. Igualdad de partida (ante la ley) e igualdad material son antagónicas, pues la igualdad ante la ley posibilita la demostración de las capacidades de las personas y la segunda plantea obviar esas capacidades a la hora de juzgar a la persona o de recompensarla. Todas las personas son fin y medio: fin en tanto en cuanto son portadores de un proyecto ético respetable, y medio para la cooperación con los demás en el mercado en una relación de reciprocidad; y es el criterio de utilidad social el que determina el sitio de cada uno en el entramado económico (ello posibilita un mecanismo de incentivos que refuerce la utilidad social, único criterio importante en el mercado como espacio de colaboración social). Es por ello que la justicia es un ámbito puramente humano; no cabe hablar de justicia con seres no humanos, en el mejor de los casos de benevolencia. Pero, ¿no puede darse una contradicción entre el criterio de justicia (individuo como fin) y de utilidad (individuo como medio)? Estamos hablando de ámbitos separados: por una parte el ámbito del individuo como ser dentro de la sociedad, por otra el ámbito del individuo dentro del mercado de trabajo y de bienes. En caso de contradicción, prevalece el criterio de justicia y cuando éste sea irrelevante podremos tener en cuenta otros criterios, como el de utilidad social.

 

De manera consecuente, la finalidad de la política es conseguir que las principales instituciones-organizaciones (estado) sean justas. Como ya se apuntó con anterioridad, las instituciones se definen a partir de normas sociales, relaciones regladas (leyes, como reglas deificadas y costumbres, como reglas interiorizadas) entre individuos (definiendo comportamientos esperados) y constituyen el espacio que da sentido a la acción de los individuos. Su valor debería venir dado por su capacidad para hacer posible un orden de libertad individual. Ese debe ser su resultado. Para que estas instituciones sean acordes con nuestra idea de justicia deben ser pluralistas, lo que significa que permitan y salvaguarden la diversidad de proyectos éticos individuales; es decir, ajustarse y limitarse al presupuesto de la no coacción. Las principales instituciones políticas son el estado (institución-organización) y el mercado (institución de orden espontáneo). Estas instituciones son plenamente políticas, es decir, no están sujetas al consenso sino a la negociación dado que si el consenso se define como la política del no querer (presupuesto de no coacción), las instituciones regularizan la política del querer por lo que necesariamente deben ser pluralistas. Son espacio de discusión para fomentar lo que creemos que es la buena vida o los modelos de sociedad que tienen su límite en la libertad de los individuos, es decir, en la no coacción. Son espacios para el juego de mayorías y minorías, el ámbito de la seducción, de ganarse a la opinión pública y de los incentivos, es decir, de medidas que llevan a una situación haciéndola sugestiva para los individuos.

 

Las dos instituciones principales que los hombres deben gestionar son el estado y el mercado. Cuando hablamos de gestionar queremos apuntar a la existencia de instituciones que son objeto de una gestión consciente y otras que son el fruto de las interacciones de los individuos. Así, la familia es resultado de esas interacciones, mientras que el estado es fruto de unos planteamientos previos que determinan su funcionamiento; tiene, en este sentido, un carácter de organización. Su función es contrapuesta; así, el estado pone los límites de la acción, y por ello es una institución que constriñe al individuo. Su naturaleza es, pues, restrictiva y como conlleva una necesaria coacción es muy importante definir claramente sus límites. El mercado es, al contrario, potenciador de la acción y pone a disposición del proyecto individual todo el arsenal de conocimientos y medios que acumula el conjunto de la sociedad. Su naturaleza es, pues, expansiva.

 

El estado y las leyes son el ámbito por antonomasia de la política. Como institución política, el estado marca los límites en la utilización de medios y su acción debería estar dirigida a velar por la no coacción a partir del imperativo categórico kantiano: las personas pueden actuar con libertad siempre y cuando su acción no limite la libertad de los demás (es decir, no se actúe mediante coacción). Por ello, esta institución está relacionada también con el control y salvaguarda del presupuesto pre-político. Así, su función o finalidad es, como el conjunto de la política, instrumental: facilitar el desarrollo de las personas poniendo reglas explícitas de juego y sancionando los comportamientos que destruyen la confianza social, como el fraude, el engaño, el incumplimiento de los contratos o la violencia que un individuo pueda infringir sobre otro. Más allá de las teorías sobre su origen, el proceso de modernidad que hace del individuo la unidad esencial de la sociedad transforma su finalidad, de manera que el bienestar que justifica su existencia se debe plasmar en los individuos que lo componen. En el momento actual, hablar de estado es hablar de poder político, dado que existen poderes que utilizan el mismo mecanismo; poderes que son infra y supra estatales, pero que se caracterizan por la delegación de la soberanía personal a terceros para la toma de decisiones que afectan, necesariamente, al conjunto de los individuos que componen una comunidad no voluntaria. A partir de esta máxima, su desarrollo es variable según la discusión política, valiéndonos de, por ejemplo, el criterio de Hayek: "máxima libertad sin poner en peligro la cohesión social; máxima igualdad sin poner en peligro la libertad individual". Respecto a la intervención en la economía del estado ésta debe estar limitada. Para ello es importante evitar, siempre que sea posible, que el estado monopolice la prestación de ciertos servicios, de tal manera que la competencia regule su calidad. Por otra parte, y respecto a su acción en referencia a la cohesión social creemos, como Hayek, en un sistema de seguridad limitada para evitar la exclusión social. Nuestra idea de igualdad de partida no remite a una tabula rasa de la herencia, sea esta material o espiritual, sino a la posibilidad de las personas de poder participar de la institución compensatoria del mercado con las capacidades que cada cual tenga o ejerza. De manera concordante con la otra institución política -el mercado- esa seguridad debería alcanzar a aquellas personas que quedan fuera del mercado laboral, bien sea por edad (niños y mayores), bien por incapacidad física o psíquica. Al ser el mercado el generador de la riqueza debemos aceptar su jerarquía a la hora de dispensar las recompensas sociales. Si así lo hacemos haremos una sociedad mas justa y, a la vez, beneficiosa para la mayoría (pues el criterio de recompensa está en la satisfacción de les deseos de las personas) al incentivar el esfuerzo individual y la mejor distribución de los empleos. La intervención del estado en favor de colectivos que sí tienen acceso al mercado laboral distorsiona esa lógica moral del mercado y, muchas veces, genera privilegios para colectivos que no necesariamente necesitan esas ayudas (lo que Bastiat llama saqueo). Uno de los efectos perversos de esa intromisión estatal suele ser que el mercado descuenta por un lado los beneficios que la administración pone por el otro, de manera que la supuesta "ayuda" que recibe un colectivo se traslada a otro que, de esta forma, es beneficiado sin que fuera éste el objetivo de la intervención. Como estas ayudas salen necesariamente de los impuestos a esos mismos colectivos, éstos no reciben una ayuda extraordinaria sino que, en realidad, pierden su autonomía para decidir qué hacer con su dinero, potestad que es transferida al estado. Si queremos evitar los efectos perversos de la intervención del estado en el mercado debemos, a su vez, tener una responsabilidad colectiva para con aquellos que no pueden acceder al mercado, de manera que la aceptación de la desigualdad económica obligue a erradicar la pobreza absoluta. Aceptar la distribución de beneficios del mercado y, a la vez, ser compasivo con aquellos que no pueden acceder a él. Hacer del mercado el criterio para las recompensas sociales significa una apuesta moral por una sociedad donde los débiles no ahoguen la iniciativa de los fuertes, de lo contrario la sociedad degeneraría y surgirían fenómenos de esclerosis. La sociedad debe ser solidaria con los que quedan al margen del mercado...pero éstos no pueden ser la medida de la sociedad, para bien de ésta...y de ellos mismos, que se quedarían sin el excedente que permite toda solidaridad. Un caso excepcional son aquellas personas que siendo activas no están ocupadas, pues una cobertura excesiva podría desincentivarlos a la hora de reincorporarse al mercado laboral. Todos los esfuerzos deben ir encaminados a que se reincorporen al mismo, bien mediante formación o simple reasignación del mercado laboral, aunque de manera coherente la prestación debe mantenerse mientras la reincorporación no se produzca para evitar situaciones de pobreza. Este planteamiento también posibilitaría un mayor apoyo social a la liberalización del mercado laboral. En todo caso estas personas deben estar ocupadas (por el estado o por instituciones sociales) si cobran un salario o prestación, de tal manera que el lazo entre aportación-recompensa que se da en el mercado se mantenga fuera de él. Esta vertiente de la seguridad limitada alcanza a colectivos y a ámbitos (prestaciones de vejez, dependencia, paro, sanidad) que le están muy estrechamente ligados. Éstos ámbitos serán proveídos por el estado, aunque su gestión podrá (y sería bueno que así fuera) externalizar. El papel del estado en la economía debe limitarse hoy más que nunca, pues el estado es la barricada de la que se sirven las fuerzas de la antiglobalización para parar el desarrollo de un mercado mundial que permita una competencia perfecta, es decir, el acceso a los recursos por aquellos que mejor pueden servir a las necesidades de las personas. Mientras el estado sea nacional y el mercado mundial siempre estará presente la tentación de su intervención para introducir medidas coactivas, ya sean aranceles o medidas como las cláusulas sociales, a favor de los "clientes" del estado (votantes) y en perjuicio de aquellos que no lo son (el resto del mundo). En general, y respecto a al papel del estado en la economía, existe un cierto estado de normalidad, que dimana del correcto funcionamiento del mercado y que hace innecesaria la intervención del estado en el mismo más allá de los impuestos para su propio funcionamiento, carga impositiva que es legítima mientras sean conocidos de antemano e iguales para todos. Por contra, existen fases de anormalidad, de excepcionalidad, que son a las que debe dar respuesta la intervención estatal de manera permanente (para aquellos que no puedan acceder al mercado) o puntual, por ejemplo, en situaciones como pueden ser las catástrofes naturales, los atentados, las situaciones de guerra, etc. Para estas situaciones de excepcionalidad el estado debe estar preparado. Muchas veces, las cargas que asume el estado en situaciones de normalidad hacen que no esté debidamente preparado en las de excepcionalidad. Así mismo, los diferentes poderes del estado representan claramente su función: el poder judicial es el más comprometido con la salvaguarda de los límites, es decir, con la salvaguarda de la no coacción; por el contrario el legislativo y el ejecutivo son los poderes más proactivos, que tienen que ver con el desarrollo de las funciones del estado. Existe toda una retórica referente a la definición de estado fuerte o débil, grande o pequeño. Creemos en la limitación del poder del estado mediante la conformación de un ámbito privado en el cual los individuos deben interaccionar de manera libre, con sólo la limitación del respeto de la libertad de los otros. El gobierno limitado, la existencia de una esfera privada en la cual no puede actuar mediante mecanismos coactivos, es la garantía para que la política responda a los intereses de las personas y no de las burocracias y, si dentro de la esfera privada se ubica el mercado, la garantía para que los intereses de la burocracia no pongan en peligro el funcionamiento de la sociedad mediante corruptelas…pero también un mecanismo de estabilidad del propio sistema político, pues uno de los elementos más desestabilizadores del mismo es, justamente, las grandes expectativas que crea su intervención, cuando los ámbitos en los cuales ésta se da son esenciales para la vida social. Le existencia de una potente sociedad civil es la cura de humildad de los mecanismos políticos, los cuales, definidos como delegación de soberanía (y recursos), pueden ser fácilmente objeto de excesos, como es propio de aquellos que toman decisiones cuyas consecuencias serán otros quienes las sufran o las paguen. Al respecto considero que lo importante no es si debe ser grande o pequeño, sino en delimitar los ámbitos de actuación en los cuales no debe actuar o sí debe actuar y, en este caso, cómo hacerlo (es decir, con qué finalidad en cada caso). Así hablaríamos de ámbitos públicos y ámbitos privados. Ámbitos privados son los propios de la sociedad, tal como lo plantea Hayek, es decir, donde las realidades son fruto de la interacción de las personas: la familia o el mercado estarían reglados por costumbres o contratos. En este ámbito de lo privado, el papel del estado se debería limitar a hacer cumplir los contratos y a velar para que los individuos sean libres, es decir, puedan actuar sin coacción, mediante el cumplimientos de acuerdos libremente tomados. La importancia del mercado es esencial, pues la propiedad privada es una de las principales garantías de la libertad. Así, el cómo puede actuar el estado difiere del ámbito. En el público puede actuar mediante la sanción legislativa, mediante las leyes. También mediante la persuasión y los incentivos. Sin embargo, en el ámbito privado sólo puede actuar mediante la persuasión y los incentivos, no mediante la ley. Así, en temas morales sólo debería permitirse la persuasión. Por el contrario, en los ámbitos públicos puede actuar siendo fuerte, es decir, con capacidad de decisión mediante la legislación, pues según nuestro criterio de relaciones universales de contrarios nada debe ser débil. Ahora bien, los ámbitos y sus criterios de actuación deben estar bien establecidos: en economía debe articular mecanismos poderosos para favorecer la seguridad limitada; en seguridad debe ser fuerte, en moral no debe actuar, aunque si puede persuadir pero no imponer legalmente -identificar moral y estado es la muerte de la ley. La fortaleza de su actuación no está ligada a el modelo de gestión (externalización, directa, etc.) sino a la capacidad de poder, es decir, de decidir en cada momento la actuación a realizar. Los ámbitos públicos se definen como aquellos en los cuales la cooperación es necesaria para poder alcanzar unos fines queridos y comunes, mientras que en los privados esa cooperación por coacción no es necesaria para alcanzar los objetivos individuales que son, siempre, el "objetivo" último de la política como aquí se define. En este sentido se propone el concepto de  Principio de subsidiariedad: en coherencia con la subordinación de lo colectivo al beneficio individual el estado debe funcionar a partir del principio de subsidiariedad, es decir, que el poder esté lo más próximo posible al individuo; por ello lo que pueda hacer la sociedad civil de manera más eficiente (económica y socialmente) no lo debe hacer el estado y, por otra, aquello que pueda hacer una administración local no lo debe hacer una administración supralocal. Ello aumentará el espíritu de ciudadanía de los individuos y, con ello, su responsabilidad política. Así mismo, esto resultará en una sociedad más dinámica, más flexible frente a los cambios sociales. El nivel local es el que permite un mayor control por parte de la ciudadanía y ahí radica su principal virtud. Fuera del local, el nivel del poder legislativo específico está determinado por la existencia de un "hecho diferencial" de un territorio o de una comunidad que precisa de una legislación específica para preservar los derechos fundamentales comunes a todos. Este elemento diferencial no es genérico a una comunidad o territorio, sino específico a cada realidad objeto de una  legislación concreta. Existe una relación dialéctica entre nivel legislativo y derechos. Los derechos y obligaciones generales no son objeto del nivel local. Los derechos y las obligaciones, al ser generales, cuanto más lejano sea el poder que los legisla mejor, pues estará menos sujeto a interferencias de grupos de intereses y redes clientelares y, sobre todo, la voluntad de intromisión en la vida de las personas por parte del poder será menor.  Ahora bien, el cómo se deben ajustar esos derechos a las realidades diversas es el espacio de la proximidad, tanto administrativa como legislativa, si fuera necesario tal adaptación específica. Frente al principio de subsidiariedad existe el Principio de Delegación: el principio de delegación es aquel mediante el cual un individuo delega en terceros una parte de su autonomía. Esta delegación suele tener como sujeto el estado, y tal como se ha expuesto en este apartado referente al estado, se entiende que esta delegación de autonomía no debe ser tal que el individuo pierda su capacidad de tomar decisiones referente a su vida por si mismo. De lo contrario el individuo pasa de ser ciudadano a súbdito. El mercado, la iniciativa privada es imprescindible para salvaguardar la libertad. Es, por ello, una buena señal que la economía sea aquello más valorado a la hora de decidir una elección: los ciudadanos saben que si tienen trabajo serán más libres del poder.  El otro sujeto de delegación contemporáneo es la tecnología, más en concreto de la dimensión colectiva que de la individual. La complejidad social hace que la tecnología sea imprescindible para la gestión de lo humano, pero a cambio de una gran dependencia de la misma. Los principios de subsidiariedad y delegación se relacionan de manera inversa: a más subsidiariedad menor delegación y viceversa. Por ello, la descentralización administrativa tiene una importancia vital no sólo en la gestión, sino también en la moral.

 

El mecanismo de información del estado son las leyes. Las leyes son la justicia positiva, es decir, sancionada. Las características de una ley son que sea abstracta y general (es decir, no creada para ser aplicada a un grupo social concreto), sin efectos retroactivos y que sea conocida. Las costumbres son el mecanismo de información de la sociedad. La dialéctica entre costumbre y ley es muy interesante: ¿qué parte de la costumbre debe hacerse ley? Pues la que responde a la intención antes definida, es decir, la que pone los límites de las acciones de los individuos para asegurar la justicia en el trato entre ellos dentro de los ámbitos que son públicos, que son sobre los que tiene potestad el estado para actuar con esta herramienta. En sentido inverso, la costumbre debe preceder a la ley para que ésta sea aceptada por la ciudadanía. Que la costumbre preceda a la ley (es decir, que toda ley responda a cierta "ley natural" es, a la vez, garantía de limitación del poder "creativo" de la política, es decir, del "constructivismo" político que criticaba Hayek). Así, no es la ley positiva la que crea derechos, sino que estos derechos son preexistentes y es la ley quién los sanciona. Estos derechos preexistentes esenciales son, para los liberales, la libertad individual (de carácter negativo) y su correlato "positivo", la propiedad, que es la dimensión material de la libertad, una dimensión necesaria para hacerla posible. Así, las leyes deben actuar para revertir las situaciones de coacción que delimitan de manera no legítima la libertad de actuación de las personas. Una de las características de una acción anticoactiva de la ley liberal es que consiste en la reposición de un estado anterior a la coacción, la cual puede ser rectificada inmediatamente y dónde existe un culpable claramente definible. Esta es una diferencia importante respecto a una ley que intentara soslayar las limitaciones que contextualizar la acción humana (como intentan hacer las ideologías socialistas), las cuales ven culpabilidades genéricas y difícilmente rectificables, pues en esa lógica es difícil limitarse sólo a las circunstancias "materiales", pues también podrían ser objeto de la actuación de la ley las limitaciones generadas por las desigualdades psicológicas. Este planteamiento no se debe a una hipótesis histórica, sino a una deducción lógica que también se puede hacer en el presente: hacer de la libertad el valor social preeminente implica una organización socia basada en este valor y, para ello, el respeto a la propiedad privada es indispensable. Ahora bien, el poder legislativo no sólo sanciona leyes respecto a la sociedad, sino también respecto al propio funcionamiento del poder estatal. Hayek ve en esto el origen de un equívoco según el cual estas legislaciones de diferentes objetos se han mezclado, de manera que les leyes referentes al estado se han revestido de la legitimidad de las leyes para con la sociedad (otorgando a todo acto legislativo una legitimidad y fuerza moral que no necesariamente tienen) y, lo que es más grave, el legislador se ve legitimado para ordenar la sociedad como si de una organización se tratara, no respetando los espacios privados y extralimitándose en sus funciones. Para Bastiat el origen de esa extralimitación estaría en dos tendencias propias del hombre: la "avaricia estúpida" y la "falsa filantropía": la tendencia a satisfacer los deseos de las personas con el menor coste posible es una tendencia natural, pero el poder coercitivo debe evitar que esto se haga mediante el saqueo "legal". Una vez más, aquí es aplicable el imperativo categórico, también en lo que respecta a la obtención de riqueza; mejor, a la atención y trato que los otros dispensan a nuestra propia riqueza. Este saqueo que denuncia Bastiat tienen dos componentes, el más obvio e ilegal (y por ello menos grave) es la corrupción (cuando este saqueo tiene por objeto la apropiación de los bienes ajenos por parte de los legisladores), pero la otra forma de saqueo (y más grave, pues se reviste de legitimidad social y es legal) son las diversas formas legislativas que tienen por objeto la redistribución de la riqueza, que siempre consisten en hacerse con la riqueza de algunos (concretos) para repartirla entre otros (genéricos) que nunca son tratados como individuos (no es una transferencia directa, de individuo a individuo) sino como un colectivo. El saqueo o redistribución tiene dos momentos, el de sustracción (impuesto) y el de distribución (subvenciones). Esto no significa que los impuestos no sean necesarios, que lo son, sino denunciar el grado impositivo al cual se ha llegado para cubrir los ingentes gastos estatales y que pueden llegar a cuestionar que el retorno al conjunto de los individuos compensen la pérdida de ese valor adquisitivo. El poder que otorga al legislador esta transferencia indirecta es inmenso, pues es él quien pone los criterios y puede, a discreción, cambiarlos según los intereses más diversos, creando una sociedad dependiente gracias a las subvenciones: ese es el origen de su poder. Esa perversión de la ley genera una percepción de distanciamiento respecto a la misma, pues si responde a intereses particulares y no al imperativo categórico (universal) que puede ser en mi beneficio en alguna oportunidad, ya no nos sentimos impelidos a su cumplimiento…haciendo más necesaria la coacción para su obligatoriedad. Esa coacción sería menos necesaria conforme esa conciencia de vínculo entre lo que es justo y lo que es legal fuera más fuerte. En este sentido, cuando se pierde ese vínculo, se puede hablar del envilecimiento de la ley, en tanto no responde a las expectativas morales que debería necesariamente conllevar. Otra consecuencia de esa perversión de la ley es la inflación de lo político, es decir, su relevancia social que ha hecho de ese ámbito el centro del debate público. Ello es así en tanto todo lo social se ha convertido en público por la intromisión de la ley en los diferentes espacios privados, también de la mayor importancia que, en referencia al concepto libertad, tiene actualmente su dimensión positiva (participación en la vida política) que la puramente negativa (I. Berlin) referente a la no coacción; al fin y al cabo, si de la legislación se deriva de manera inmediata el bienestar de las personas (por el mecanismo de redistribución) todos tienen interés en participar de ese poder para evitar ser sujeto de impuesto y, a su vez, serlo de subvenciones. De manera consecuente, los liberales también se ven forzados a participar en política para restaurar los diques que necesariamente deberían introducirse entre el poder legislativo y la sociedad. La única solución de controlar ese saqueo (en su forma ilegal de corrupción y en su forma legal de redistribución) es limitando la acción del gobierno y sus leyes, tanto en lo referente a su ingerencia en la economía como en el ámbito privado de las personas. Pero junto a la "avaricia estúpida", Bastiat define la otra causa de la perversión de la ley, la "falsa filantropía", que consiste en la voluntad del legislador de arreglar todos los problemas humanos mediante la aprobación de leyes. Esto es un error pues, como apuntaba H. Spencer, es forzar el objeto de la ley (justicia) cambiando su original sentido formal por un sentido sustancial (la justicia…social), pero también envileciendo el concepto de logro, pues éste deja de ser fruto del esfuerzo para ser una dádiva del poder político (y a la vez que se envilece el concepto de logro también se envilece el de fraternidad, que deja de ser una virtud cívica para ser una obligación a cumplir gracias a la coacción del estado). Pero, finalmente, es un error porque es imposible eliminar las diferencias entre las personas que están en el origen de las desigualdades…y si no fuera desigual el trato a los desiguales no existiría la justicia. Bastiat predice que todo sistema de saqueo institucionalizado deriva en comunismo, socialismo o proteccionismo (tres dimensiones de la misma realidad). Toda ley debe responder al criterio de justicia y sólo con posterioridad responder a otros criterios, como el de utilidad social. A las leyes se les debe juzgar por sus resultados conforme a estos criterios, no por su origen, el cual puede responder a realidades sociales ya periclitadas. La mayoría de las leyes son justas, pero, ¿se debe obedecer siempre las leyes? Se debe obedecer las leyes que no se pueda decir que sean injustas o que quisiera que se la aplicaran a la persona concreta que la juzga. Ahora bien, si estamos hablando en términos de justicia, y como el distanciamiento obliga a diferenciar entre las acciones dictadas por el propio interés y lo que se considera justo, la ruptura con el orden establecido debe asumirse de manera socrática, es decir, asumiendo el coste que esa ruptura conlleva por su efecto ejemplificador de la acción social, pues desde el ámbito de la justicia, la finalidad no es el beneficio personal (la ventaja), sino el cuestionamiento colectivo de una ley que se considera debe ser revisada (cuestionamiento que se favorece si conlleva una penalización que pueda ser vista como injusto). Es decir, a la hora de inflingir una ley que creemos injusta debemos dotarnos de fuerza moral (ser coherentes con nuestro deber ser) y, a la vez, eficientes (conseguir convencer a la opinión pública de la necesidad de ese cambio legislativo). Para ser eficientes debemos valorar los medios que vamos a utilizar, de manera que no sean contraproducentes con ese objetivo. A la hora de inflingir la norma debemos ser conscientes del peso moral que, per se, tiene la ley, siempre que su origen sea legítimo, es decir, democrático. Si además de tener un origen democrático surge de ese descubrimiento de la ley natural que está en el origen de toda buena ley social, esta legitimidad se refuerza. En este caso, a la hora de decidir romper el orden establecido también debemos tener en cuenta el coste social que puede generar nuestra acción respecto al respeto que esta legitimidad se merece, en tanto puede ser un argumento para los contrarios al orden -legítimo- establecido. Ahora bien, hay leyes que, por injustas, su sanción pone en entredicho esa legitimidad y el orden benigno. En general son las leyes que no obedecen a cierta ley natural sino al arbitrio de los gobernantes. Evidentemente, todo lo anterior se debe tener en cuenta en contextos de legitimidad política. En contextos totalitarios y dictatoriales que dictan una ley injusta, ésta no se debe respetar necesariamente, ni se debe aceptar el castigo ejemplificador, pues la finalidad no puede ser convencer a la opinión pública, dado que ésta no puede ejercer presión de manera directa sobre el legislador que ha generado esa norma injusta. En este caso, pues, no cabe plantearse la eficiencia de nuestra acción de desobediencia civil.

 

Esa perversión de la ley es una más de las transformaciones que en ciertos conceptos ha introducido la intervención del estado más allá de los principios liberales. Es lo que se puede llamar un envilecimiento de las bases de la sociedad: la moneda, el trabajo, la ley…en lo que se define, literalmente, como la pérdida de valor por una utilización torticera de las mismas.

 

La institución social para la cooperación por antonomasia es el mercado. La economía de mercado es uno de los mecanismos que hacen posible la libertad individual y el desarrollo humano. Es pues, una institución expansiva de la creatividad humana. Como mecanismo de cooperación social, el mercado privilegia las relaciones en plano de igualdad y de neutralidad respecto a los fines. Su finalidad es la mutua cooperación para que cada cual alcance sus objetivos (reivindicación social del mercado) mediante la socialización del conocimiento, ya que nadie puede conocer todo lo que necesita para llevar a cabo sus objetivos. Así, y como apunta Hayek, la ignorancia es el motor de la colaboración social. Es por todo ello que la podemos calificar como la institución expansiva, catalizador de la creatividad y de las energías sociales. La libertad juega aquí un papel decisivo: dado que la razón es crítica, debemos dejar al máximo de personas que busquen soluciones a los problemas generales. Como se puede ver, su justificación no puede venir de la mera "eficiencia", sino que es de orden moral: posibilita la libertad de las personas y la mutua colaboración (y beneficio) a la hora de realizar sus voluntades. En él ponemos nuestras habilidades al servicio de los demás, mas esta caracterización de las personas como "medios" nunca es coaccionada, sino voluntaria, y siempre que exista un mutuo beneficio. A cambio, cada uno recibe la recompensa a partir de la utilidad social de lo que ofrece. El mercado premia el éxito, es decir, recompensan según lo que los demás valoran lo que ofreces. Se trata de un criterio claramente objetivo, cuantificable y no subjetivo, como podría ser la "belleza" o bien criterios que no sería socialmente beneficios, como el "esfuerzo". La colaboración a cambio de beneficio nunca convierte a la persona en "cosa" o mercancía, pues la mercancía implica propiedad de la persona, que en un modelo de libre mercado no existe gracias al mecanismo del contrato, al contrario que en un sistema feudal o esclavista. Además, la colaboración para el mutuo beneficio es, al ser colaboración al fin, socializadora. Como indica Hayek, la simpatía humana es consecuencia de la colaboración y no al contrario, se colabora por necesidad, después vemos las ventajas de la misma, vemos que colaboramos por el bienestar propio. El orden moral del mercado también atañe a la acción del individuo, pues el mercado premia las conductas positivas (ligadas a conceptos como confianza, esfuerzo, etc.) y castiga las negativas. Según el concepto de seguridad limitada antes definido, la intervención del estado a la hora de evitar los sufrimientos a los individuos debería limitarse a aquellos que no pueden participar en el mercado; para los demás, ha de ser el mercado quien distribuya las recompensas, de manera que cada cual rija su vida según sus necesidades, esforzándose más si esas recompensas no son suficiente; manteniéndose en su acción si lo son. Así, la lógica de las recompensas en el mercado viene definida por la utilidad social de aquello que cada cual pueda aportar, no por el mérito de las personas. Esto debe ser así primero, por una cuestión previa, pues es más difícil valorar el mérito que el éxito y, generalmente, en el primer caso de debería plantear una autoridad que valorara lo que es más meritorio y lo que no. Por otra parte, hacer del éxito el criterio de recompensa favorece que se incentiven las acciones socialmente más beneficiosas. Esta lógica conlleva la desigualdad en las recompensas; no así la pobreza, que un sistema de mercado debería solucionar. La pobreza consiste, básicamente, en la marginación del individuo respecto al mercado. Esa marginación, cuando responde a características del individuo que impiden su incorporación al mismo (edad, enfermedad, etc.) requieren de la intervención garantista del estado. Si no es así, el propio mercado, dejado a su libre acción, puede encontrar soluciones a esa anomalía. Como apunta Hayek, en un sistema de mercado la desigualdad introduce incentivos necesarios, pues permite la experimentación (que siempre es cara) social de aquello que posteriormente llegará a ser un producto de masas y, por otra parte, muestra a los productores que es aquello que el conjunto de la sociedad más demanda mediante el mecanismo de los precios. Ahora bien, esa desigualdad será positiva socialmente siempre y cuando exista cierto consenso sobre la legitimidad de su origen, es decir, que ese beneficio se sustente en una aportación para el conjunto de la sociedad juzgado a partir de la demanda agregada de los individuos. Cualquier otro origen de los beneficios (sean fruto del mercantilismo, o de la existencia de monopolios arbitrarios) socava los cimientos de la sociedad justa, pues lo que genera tensiones sociales no es tanto la propia desigualdad como el sentimiento de que ésta no está al alcance de todos según sea su mérito. La meritocracia es un valor social establecido y debemos ir en contra de todo aquello que lo socave si no queremos que, con las situaciones de injusticia se acabe con la desigualdad "constructiva" del mercado. Sólo esa desigualdad "justificable" puede limitar la inevitable sensación de inequidad que genera el desigual reparto de recompensas en una sociedad que ya no ve natural e inevitable la división en castas o clases sociales.

Este planteamiento "constructivo" de la desigualdad también es válido para la relación entre los países. El llamado "tercer mundo" no es pobre por la riqueza del primer mundo, no al menos ahora. No se trata de evitar hablar de culpas, sino de buscar los problemas para solucionar no la desigualdad, sino sus visualizaciones más siniestras: el hambre y la miseria. Para que esto sea así los países desarrollados no deben dejar de serlo (su involución seria negativa para ellos…y también para el resto, pues la riqueza en un mundo globalizado no es un juego de suma cero, sino que conforme crece globalmente también se benefician localmente) sino seguir generando riqueza mediante el aumento de la productividad. En una economía abierta a nivel mundial, los países adelantados lo serán porque tienen más conocimientos (y tienen más conocimientos porque son más ricos), pero su progreso ayudará a los otros a recorrer el camino en menos tiempo si están dispuestos a aprovecharse de esa globalización. La expansión "globalizadora" del mercado vino precedida por la expansión de la propia estructura productiva, al pasar de una economía basada en la satisfacción de las necesidades humanas (economía industrial, con una división del trabajo muy jerarquizada), siempre finitas, a una economía basada en la satisfacción de los gustos y apetencias humanas que, en esencia, son infinitas.

 

La libre competencia que posibilita la no intervención del estado genera necesariamente ganancias y pérdidas, y son éstas las que suelen generar las demandas intervencionistas (las pérdidas, pero también las ganancias para mantener situaciones de privilegio). En este sentido una de las dificultades en la defensa de la libre competencia tiene que ver con el diferente valor que tiene para el individuo su doble condición como consumidor y productor. Como consumidor, la libre competencia siempre es beneficiosa, pero como productor puede verse perjudicado por la misma sin que las ventajas como consumidor le compensen, pues es nuestro trabajo el que nos proporciona identidad y rentas. El libre mercado, el mercado universal que plantea la globalización y las nuevas tecnologías de la información conlleva un poder distribuido, es decir, que el consumidor tenga el poder en sus manos sin que las barreras espaciales puedan ya contrarrestarlo. Podemos comprar a quién queramos y cuando queramos, de manera que el sueño de una competencia casi perfecta es más real que nunca. Ello produce profundas resistencia por parte de aquellos que se ven amenazados por esa competencia o de aquellos que tenían el monopolio de ciertos productos, bien porque así lo establecía el poder político, bien por los costes que significaban para el consumidor el acceso a productos de otros mercados. Esta resistencia es comprensible, pues si bien la globalización beneficia la dimensión consumidora de toda persona (demanda), pone en peligro su dimensión productora (oferta) al enfrentarle a una competencia que quizás no pueda superar sin grandes cambios, sin esfuerzos. Ello afecta tanto a intereses corporativos, que ven amenazados su posición de mercado, como a la masa de trabajadores en sectores poco competitivos. La resistencia es fruto del diferencial entre la relevancia de las dos dimensiones del hombre en el mercado; la de productor y la de consumidor. La globalización facilita maravillosamente la dimensión consumidora, con productos más baratos y una mayor competencia. Por el contrario, cuestiona la dimensión de productor en diferentes sectores, siendo ésta más vital, pues permite la dimensión consumidora. Los beneficios, en esta dimensión, se externalizan en terceros que, por la dimensión nacional de los estados, no pueden ejercer presión alguna sobre éstos. Por el contrario, el estado y su gran poder de intervención en la economía, facilita la organización de los intereses contrarios a la globalización. Ello es inevitable mientras que esa intervención se mantenga, de manera que se generen redes clientelares. Las fuerzas contrarias a la globalización ponen en riesgo esa cohesión social universal (fruto de la disipación de rentas y de la competencia perfecta) que la globalización prometía.


El mercado debe ser el origen de la propiedad privada; cuanto más sea el origen de la riqueza el mercado más floreciente, vigorosa y justa será una sociedad. La existencia de propiedad privada es uno de los requisitos de la libertad, pues nadie es libre si debe a otro lo necesario para su existencia. Esa es la importancia de la propiedad: hacer posible la libertad para llevar cabo el proyecto ético; toda otra consideración respecto a la riqueza es secundaria y menor...y ciertamente contraproducente cuando nos desvía de ese proyecto ético: el amor a la riqueza es un sentimiento bajo al hacer del medio un fin en sí mismo. Por el contrario, todo totalitarismo que aspira a hacer de los hombres esclavos es enemigo de la propiedad privada.

 

 

El mecanismo de información del mercado son los precios.