Hablemos del otro
distanciamiento: la política.
Ésta es universalista e impersonal (trata de lo general), objetiva (aspira a
ser compatible en el consenso) y normativa (busca fijar leyes justas). Lo
colectivo es una creación de los hombres y siempre debe estar subordinado a los
diferentes proyectos éticos, que son individuales. Por ello la máxima virtud de
la política es posibilitar el presupuesto de la ética, la libertad
individual…aún cuando muchas personas rechacen su libertad. El ámbito político
está subordinado al ético, marcando los límites (los medios) lícitos para hacer
posible un espacio social donde los individuos puedan realizar esos proyectos
éticos, así la finalidad de la política sería definir instituciones sociales
justas que posibiliten la libertad individual necesaria para el desarrollo de
los proyectos éticos individuales (por ello toda política debe ser en esencia
pluralista) de las personas de aquí y ahora. La política no está para hacer
mejores a los hombres, sino para convivir de manera satisfactoria aun cuando
sigamos siendo tan imperfectos como siempre. He aquí la esencia de su modestia.
El espacio de la voluntad, del individuo romántico, del héroe es el de la
ética, radicalmente individual; el espacio de la política es el espacio de lo
común, del mínimo común; el espacio de las reglas y el consenso. Todo intento
de traspasar el ideal romántico de la ética a la política está, en el mejor de
los casos, condenado al fracaso; en el peor, puede llevar a la catástrofe. La
política habla de los medios lícitos y no lícitos en la interacción con los
demás en el objetivo de conseguir los fines que cada uno de nosotros nos
proponemos. Marca los límites de la acción individual. Si la política son
medios definidos como instituciones, dos son las instituciones políticas
básicas que, además, funcionan en sentido inverso: la primera el estado, que es
un limitador de aquello que es lícito hacer; la segunda el mercado, que
funciona como un potenciador de lo que queremos hacer. Ambas instituciones
deben ser justas, pues la justicia es la virtud de la política. La justicia, en
este contexto, hace posible la realización de los proyectos éticos
individuales. La política no tiene como finalidad la felicidad, sino facilitar
o no poner impedimentos a la felicidad, que es siempre individual. En ese
sentido -y contrariamente a la ética- su valor depende del resultado, más que
de la intención. Existen otras instituciones sociales, pero de carácter
espontáneo y que, por lo tanto, no son objeto de la política, es decir, de la
negociación y debate social para definirlas como justas.
La sociedad es
el conjunto de las instituciones y de las interacciones que se realizan entre
los individuos que las utilizan. Las instituciones son creaciones (voluntarias
o no) de los hombres a lo largo de los siglos; son por ello un saber colectivo,
consuetudinario y espontáneo. Debemos diferenciar entre dos tipos de
instituciones que comúnmente se confunden. Por una parte tenemos las
instituciones del orden espontáneo y, por otra, las instituciones-organizaciones.
Las instituciones del orden espontáneo son, por ejemplo, la familia. Se trata
de instituciones con un objetivo inmanente al propio orden social (organizar la
convivencia), que son múltiples y variadas aún definiéndose bajo el mismo
concepto (ello es así porque enmarca una praxis social sin un aparato de
control que la defina, con lo cual el nivel de creatividad es muy alto) y su
origen no está en un acto deliberado humano. Tienen como mecanismo de info rmación
las costumbres y se basan en relaciones de solidaridad entre sus miembros. Por
el contrario, las instituciones-organizaciones, como la iglesia o el estado
tiene un objetivo externo al propio orden convivencia de la institución, se
trata de una institución única, cuya definición está marcada por un aparato de
control y ha sido creada por el hombre mediante acto deliberado. Su mecanismo
de info rmación
son las leyes o normas explícitas y se rigen por relaciones de necesidad y no
de solidaridad (y, en el caso específico de las instituciones-organizaciones
políticas debemos intentar que se rijan por relaciones basadas en la justicia).
El mercado es un tipo de institución mixto que, aunque se debe desarrollar a
partir de un marco legal explícito -como las propias de las
instituciones-organizaciones-, lo que justifica que sea objeto de la política,
tiene que dejar un amplio margen de discrecionalidad, de interacción entre los
miembros sin dirigismo estatal. Las instituciones son mecanismos sociales que
cumplen una función social esencial (la familia: cuidar a los niños; la
educación: transmitir los conocimientos; el mercado: abastecer de bienes a la
sociedad, etc.) y que se desarrollan a partir del intercambio y de la práctica
de millones de seres. Las instituciones se definen a partir de normas sociales,
relaciones regladas (leyes, como reglas deificadas y costumbres, como reglas
interiorizadas) entre individuos (definiendo comportamientos esperados) y
constituyen el espacio que da sentido a la acción de los individuos.
Es muy importante
diferenciar entre las lógicas de relaciones que se establecen entre los dos
tipos de instituciones. Efectivamente, ambas lógicas son diferentes y así debe
ser. Las instituciones de la política, como el estado, no deben actuar según
lógicas de solidaridad, sino de justicia, como el mercado actúa por la lógica
del beneficio. La lógica de la solidaridad debe quedar para las relaciones
interpersonales de la sociedad en su conjunto, como proyección de las
relaciones y lazos familiares. Mezclar esas lógicas en esos ámbitos lleva a
despersonalizarlos y a su imperfecto funcionamiento. Así mismo, ambas
instituciones marcan el tipo de interacción entre los individuos que las
componen: por una parte, y siguiendo la idea kantiana, el hombre es un medio
(para la institución-organización) y un fin para la sociedad. El mecanismo de info rmación
de los órdenes espontáneos, como la sociedad o la familia, es la costumbre. Una
de los efectos más contraproducentes de la ampliación de los campos de acción
del estado es la difuminación de las fronteras entre sociedad y estado y, de
manera consecuente, la utilización de la ley como mecanismo (coactivo) de info rmación
sustituto de la costumbre en los ámbitos propios de la sociedad. Ahora bien,
esto no significa que las instituciones no puedan estar sujetas a reformas,
ahora bien, éstas deberán respetar los usos sociales para ser efectivas y no
necesitar de la coacción para establecerse.
Esta dicotomía entre
instituciones que son organizaciones e instituciones espontáneas nos introduce
en la idea de sociedad civil. Llamamos sociedad civil a aquella que muestra un
equilibrio entre sus organizaciones y sus instituciones espontáneas, de tal
manera que las primeras, y muy especialmente la más influyente de todas, el
estado, no aprehenden el espacio total en su totalidad y muestra respeto por
otras lógicas que no son la de la justicia, sino también la de la solidaridad y
del beneficio en el mercado; de igual manera, las instituciones espontáneas
tienen vida propia más allá de las organizaciones generando contrapoderes que
hacen posible la libertad. Así, la naturaleza del estado define la viabilidad
de una sociedad civil. Esto es así en tanto el concepto tiene una historia que
lo retrotrae a la lucha liberal del siglo XVIII por alcanzar mayores cuotas de
autonomía de la sociedad respecto al estado. Por este motivo éste es un
concepto claramente liberal, tanto en su origen como en su ejercicio. En la
actualidad están en boga interpretaciones "restrictivas" en la
definición de la sociedad civil. Estas interpretaciones contraponen la sociedad
civil al estado, e incluso al mercado, otorgando virtudes a las primeras que
niegan a las segundas. Por contra, aquí se plantea que la virtud está en el
equilibrio entre las mismas (es decir, en la existencia de contrapoderes). La
razón de estas interpretaciones quizás radica en adjudicar valores
"humanistas" a las organizaciones espontáneas, pues en éstas actúa la
lógica de la solidaridad, una lógica que refiere a la persona un carácter concreto e intransferible, mientras que las lógicas de
la justicia y el beneficio son abstractas y despersonalizadas. Ahora bien,
ambas lógicas son imprescindibles para una sociedad civilizada (sin la lógica
de la justicia no existiría, por ejemplo, el imperativo categórico kantiano),
simplemente actúan en diferentes ámbitos (y así debe ser).
Como el proyecto ético,
la política precisa de un presupuesto (la no coacción) y un mecanismo (la info rmación)
para realizarse.
El presupuesto es
la no coacción,
que es el reverso colectivo que posibilita la libertad individual y que la
promueve. Coaccionar es forzar a alguien ha realizar o seguir el plan de otro.
La coacción envilece al ser, al convertirse en mero medio para conseguir un fin
ajeno. Frente a la coacción el estado debe ejercer su capacidad de acción. Para
ser efectivo, éste debe ser efectivamente un presupuesto y, por ello,
pre-político, es decir, de consenso basado en un valor negativo: aquél que
todos podemos compartir, como es evitar aquello que todos "no"
queremos: dolor, limitación, etc. Es por ello que a este estado pre-político se
le puede denominar política del no-querer. Todas las instituciones, y por ende,
las políticas del estado y el mercado, deben basarse en este presupuesto de la
no coacción que hace posible la libertad individual. Ahora bien, debe
recordarse la diferenciación entre coacción y limitación, siendo la primera la
que exige la intervención de una autoridad superior y la segunda simple
contexto en la que se da la acción ética. Por otra parte, la no coacción en un
presupuesto que no sólo hace posible la libertad individual desde una
perspectiva ética, sino también de beneficio social: la libertad promueve la
experimentación social necesaria para mejorar y, a la vez, promueve la
diversidad social, elemento básico que retroalimenta la libertad, pues su
pervivencia precisa de ella. No es posible una política de justicia con
coacción. Ahora bien, no debemos confundir objetivos con beneficios. La no
coacción debe ser un objetivo esencial de la praxis política liberal tal como
aquí se definirá. El bienestar individual, la creatividad social es un
beneficio que genera esta praxis y no el objetivo de la misma. Esto es
importante recordarlo, pues para el político puede ser muy tentador utilizar
medidas coactivas para conseguir esos beneficios, olvidando que son fruto de la
no coacción y que en este sentido, todo atajo puede ser contraproducente para
alcanzarlos.
La no coacción es el
espacio de la pre-política, es decir aquellas cosas que precisan de un consenso
básico. Es decir, la política del no-querer. A partir de aquí, la definición de
las instituciones políticas básicas están sujetas al debate ideológico…y a la
historia.
El mecanismo del que se
sirve la política de la libertad es la información para
que los ciudadanos tomen decisiones. Así como podemos decir que el arma más
importante de la política del no querer es el sentido común, el arma a utilizar
desde el querer es la razón, el conocimiento y el discurso. Cada institución
política tiene diferentes formas de información: el estado informa con leyes y
el mercado con precios.
Como se ha indicado
anteriormente, las instituciones políticas -estado y mercado- basan las
relaciones de sus miembros en la necesidad y ésta, debería estar determinada
por la lógica de la justicia.
Efectivamente, la virtud
de la política es la justicia.
La justicia es la mayor expresión del distanciamiento. En este sentido, actuar
de acuerdo con la justicia respecto a los hombres significa juzgar y
recompensar según los comportamientos, y no las prenociones o prejuicios que
todos tenemos. Actuar según este dictado es lo que define el ideal de la
justicia. El origen de la justicia (y su necesidad) está en el inevitable
contacto (y relación) con aquellos con los cuales no se tienen relaciones de
consanguinidad y la necesidad de fijar reglas universales que permitan la
propia supervivencia mediante la colaboración mutua hasta derivar en la
creencia de que lo que es práctico es moral: el imperativo categórico kantiano
que conlleva tratar a los otros como a uno le gustaría ser tratado. La política
justa de los hombres es aquella que respeta a los individuos como portadores de
un proyecto ético, como personas que tienen unos fines propios que debemos
respetar, aun cuando puedan poseer medios importantes para que nosotros también
podamos hacer realidad nuestro proyecto ético; medios que debemos procurar que
compartan con nosotros mediante los incentivos adecuados. Esta concepción de la
justicia es válida tanto en su acepción social (la justicia como instituciones)
como en la individual definida a partir de la interacción de los individuos en
la vida cotidiana. Es por ello que la justicia es útil; en tanto en cuanto
facilita la predisposición de las personas a la colaboración social. Para que el trato justo sea posible hace falta
personas y sociedades seguras de sí mismas, en las cuales la pobreza, la
supervivencia sean cuestiones resueltas, pues ser justo respecto a los demás
puede significar anteponer los beneficios de terceros a los propios y ese es un
lujo que sólo desde la serenidad solemos permitirnos. En el ámbito personal,
¿cuándo una persona puede identificarse como injusta en su trato con los demás?
cuando cometiendo una injusticia consciente, no hay arrepentimiento ni reparación
a terceros de los daños realizados. Por otra parte, recordando una discusión
socrática, podríamos decir que, efectivamente, es peor cometer una injusticia
que recibirla, ¿por qué? si somos nosotros los que cometemos la injusticia,
siendo de natural justos o aceptando la virtud de ese sentimiento, centramos
nuestro odio sobre nosotros mismos y siempre tendremos una deuda pendiente,
aunque se repare el mal realizado, mientras que si la recibimos no centramos
nuestro odio sobre nosotros mismos y la deuda se zanjará una vez haya sido
reparado el mal recibido. En el ámbito colectivo, la política de la justicia se
define en las múltiples instituciones en las cuales cabe actuación humana. Así,
en el ámbito del estado y las leyes, la política de la justicia se define en la
creencia de que nuestra libertad se acaba donde empieza la de los demás, y así
se posibilita una praxis a partir del distanciamiento y de la empatía. El
distanciamiento no es sinónimo de desprendimiento o altruismo. Lo justo es
Juzgar y recompensar según el mismo criterio que nos gustaría que nos aplicaran
a nosotros mismos (otra vez el imperativo categórico). Por ello es, a la vez,
una virtud egoísta y distanciamiento, pues consiste en reconocer nuestros
intereses en los otros. En la institución del mercado y los precios, que es el
ámbito de la colaboración social, tratar con justicia significa recompensar a
cada cual según la utilidad que para la realización de los deseos de los demás
tengan sus creaciones (Hayek; Kirzner). En uno y otro ámbito, lo justo es
tratar desigualmente a los desiguales, a cada cual según sus actos, es decir,
que los resultados de la acción no pueden enjuiciarse con independencia del
comportamiento individual que hayan tenido los partícipes en el mismo. Una
filosofía que se basa en el individualismo no podría juzgar de otra manera.
Es en este sentido que
cobra importancia la idea de igualdad,
pues en una política de la justicia la dignidad del otro se respeta al ver al
mismo como un igual en su acción, y sólo se juzga a partir de los resultados o
intención de las mismas. La igualdad es la recompensa de la política justa. La
igualdad que propugnamos aquí siempre es, literalmente, igualdad de partida. De
partida como oportunidad para mostrarse en sus acciones y ser juzgado a partir
de sus actos por las personas…y las instituciones. Igualdad, pues, ante una ley
abstracta y general e igualdad a la hora de respetar al otro como portador de
una proyecto ético (es decir, juzgar sin prejuicios). Esta idea de dignidad de todas las personas tiene su
origen, entre otros, en la religión católica -todos los humanos son hijos de
Dios- y se ha fortalecido a lo largo de la historia por la revolución
tecnológica, la ciencia y el comercio que han hecho que la propiedad de la
tierra o el nacimiento no sean ya los únicos criterios para definir la
importancia de las personas en favor de las habilidades y el trabajo. Sólo una sociedad totalitaria garantizaría la
igualdad más allá de la propia de partida. Igualdad de partida (ante la ley) e
igualdad material son antagónicas, pues la igualdad ante la ley posibilita la
demostración de las capacidades de las personas y la segunda plantea obviar
esas capacidades a la hora de juzgar a la persona o de recompensarla. Todas las
personas son fin y medio: fin en tanto en cuanto son portadores de un proyecto
ético respetable, y medio para la cooperación con los demás en el mercado en
una relación de reciprocidad; y es el criterio de utilidad social el que
determina el sitio de cada uno en el entramado económico (ello posibilita un
mecanismo de incentivos que refuerce la utilidad social, único criterio
importante en el mercado como espacio de colaboración social). Es por ello que
la justicia es un ámbito puramente humano; no cabe hablar de justicia con seres
no humanos, en el mejor de los casos de benevolencia. Pero, ¿no puede darse una
contradicción entre el criterio de justicia (individuo como fin) y de utilidad
(individuo como medio)? Estamos hablando de ámbitos separados: por una parte el
ámbito del individuo como ser dentro de la sociedad, por otra el ámbito del
individuo dentro del mercado de trabajo y de bienes. En caso de contradicción,
prevalece el criterio de justicia y cuando éste sea irrelevante podremos tener
en cuenta otros criterios, como el de utilidad social.
De manera consecuente,
la finalidad de la política es conseguir que las principales instituciones-organizaciones (estado)
sean justas. Como ya se apuntó con anterioridad, las instituciones se definen a
partir de normas sociales,
relaciones regladas (leyes, como reglas deificadas y costumbres,
como reglas interiorizadas) entre individuos (definiendo comportamientos
esperados) y constituyen el espacio que da sentido a la acción de los
individuos. Su valor debería venir dado por su capacidad para hacer posible un
orden de libertad individual. Ese debe ser su resultado. Para que estas
instituciones sean acordes con nuestra idea de justicia deben ser pluralistas,
lo que significa que permitan y salvaguarden la diversidad de proyectos éticos
individuales; es decir, ajustarse y limitarse al presupuesto de la no coacción.
Las principales instituciones políticas son el estado
(institución-organización) y el mercado (institución de orden espontáneo).
Estas instituciones son plenamente políticas, es decir, no están sujetas al
consenso sino a la negociación dado que si el consenso se define como la
política del no querer (presupuesto de no coacción), las instituciones
regularizan la política del querer por lo que necesariamente deben ser
pluralistas. Son espacio de discusión para fomentar lo que creemos que es la
buena vida o los modelos de sociedad que tienen su límite en la libertad de los
individuos, es decir, en la no coacción. Son espacios para el juego de mayorías
y minorías, el ámbito de la seducción, de ganarse a la opinión pública y de los
incentivos, es decir, de medidas que llevan a una situación haciéndola sugestiva
para los individuos.
Las dos instituciones
principales que los hombres deben gestionar son el estado y el mercado. Cuando
hablamos de gestionar queremos apuntar a la existencia de instituciones que son
objeto de una gestión consciente y otras que son el fruto de las interacciones
de los individuos. Así, la familia es resultado de esas interacciones, mientras
que el estado es fruto de unos planteamientos previos que determinan su
funcionamiento; tiene, en este sentido, un carácter de organización. Su función
es contrapuesta; así, el estado pone los límites de la acción, y por ello es
una institución que constriñe al individuo. Su naturaleza es, pues, restrictiva
y como conlleva una necesaria coacción es muy importante definir claramente sus
límites. El mercado es, al contrario, potenciador de la acción y pone a
disposición del proyecto individual todo el arsenal de conocimientos y medios
que acumula el conjunto de la sociedad. Su naturaleza es, pues, expansiva.
El estado y
las leyes son el ámbito por antonomasia de la política. Como institución
política, el estado marca los límites en la utilización de medios y su acción
debería estar dirigida a velar por la no coacción a partir del imperativo
categórico kantiano: las personas pueden actuar con libertad siempre y cuando
su acción no limite la libertad de los demás (es decir, no se actúe mediante
coacción). Por ello, esta institución está relacionada también con el control y
salvaguarda del presupuesto pre-político. Así, su función o finalidad es, como
el conjunto de la política, instrumental: facilitar el desarrollo de las
personas poniendo reglas explícitas de juego y sancionando los comportamientos
que destruyen la confianza social, como el fraude, el engaño, el incumplimiento
de los contratos o la violencia que un individuo pueda infringir sobre otro.
Más allá de las teorías sobre su origen, el proceso de modernidad que hace del
individuo la unidad esencial de la sociedad transforma su finalidad, de manera
que el bienestar que justifica su existencia se debe plasmar en los individuos
que lo componen. En el momento actual, hablar de estado es hablar de poder
político, dado que existen poderes que utilizan el mismo mecanismo; poderes que
son infra y supra estatales, pero que se caracterizan por la delegación de la
soberanía personal a terceros para la toma de decisiones que afectan,
necesariamente, al conjunto de los individuos que componen una comunidad no
voluntaria. A partir de esta máxima, su desarrollo es variable según la
discusión política, valiéndonos de, por ejemplo, el criterio de Hayek:
"máxima libertad sin poner en peligro la cohesión social; máxima igualdad
sin poner en peligro la libertad individual". Respecto a la intervención
en la economía del estado ésta debe estar limitada. Para ello es importante
evitar, siempre que sea posible, que el estado monopolice la prestación de
ciertos servicios, de tal manera que la competencia regule su calidad. Por otra
parte, y respecto a su acción en referencia a la cohesión social creemos, como
Hayek, en un sistema de seguridad limitada para
evitar la exclusión social. Nuestra idea de igualdad de partida no remite a una
tabula rasa de la herencia, sea esta material o espiritual, sino a la
posibilidad de las personas de poder participar de la institución compensatoria
del mercado con las capacidades que cada cual tenga o ejerza. De manera
concordante con la otra institución política -el mercado- esa seguridad debería
alcanzar a aquellas personas que quedan fuera del mercado laboral, bien sea por
edad (niños y mayores), bien por incapacidad física o psíquica. Al ser el
mercado el generador de la riqueza debemos aceptar su jerarquía a la hora de
dispensar las recompensas sociales. Si así lo hacemos haremos una sociedad mas
justa y, a la vez, beneficiosa para la mayoría (pues el criterio de recompensa
está en la satisfacción de les deseos de las personas) al incentivar el
esfuerzo individual y la mejor distribución de los empleos. La intervención del
estado en favor de colectivos que sí tienen acceso al mercado laboral
distorsiona esa lógica moral del mercado y, muchas veces, genera privilegios
para colectivos que no necesariamente necesitan esas ayudas (lo que Bastiat
llama saqueo). Uno de los efectos perversos de esa intromisión estatal suele
ser que el mercado descuenta por un lado los beneficios que la administración pone
por el otro, de manera que la supuesta "ayuda" que recibe un
colectivo se traslada a otro que, de esta forma, es beneficiado sin que fuera
éste el objetivo de la intervención. Como estas ayudas salen necesariamente de
los impuestos a esos mismos colectivos, éstos no reciben una ayuda
extraordinaria sino que, en realidad, pierden su autonomía para decidir qué
hacer con su dinero, potestad que es transferida al estado. Si queremos evitar
los efectos perversos de la intervención del estado en el mercado debemos, a su
vez, tener una responsabilidad colectiva para con aquellos que no pueden
acceder al mercado, de manera que la aceptación de la desigualdad económica
obligue a erradicar la pobreza absoluta. Aceptar la distribución de beneficios
del mercado y, a la vez, ser compasivo con aquellos que no pueden acceder a él.
Hacer del mercado el criterio para las recompensas sociales significa una
apuesta moral por una sociedad donde los débiles no ahoguen la iniciativa de
los fuertes, de lo contrario la sociedad degeneraría y surgirían fenómenos de
esclerosis. La sociedad debe ser solidaria con los que quedan al margen del
mercado...pero éstos no pueden ser la medida de la sociedad, para bien de
ésta...y de ellos mismos, que se quedarían sin el excedente que permite toda
solidaridad. Un caso excepcional son aquellas personas que siendo activas no
están ocupadas, pues una cobertura excesiva podría desincentivarlos a la hora
de reincorporarse al mercado laboral. Todos los esfuerzos deben ir encaminados
a que se reincorporen al mismo, bien mediante formación o simple reasignación
del mercado laboral, aunque de manera coherente la prestación debe mantenerse
mientras la reincorporación no se produzca para evitar situaciones de pobreza.
Este planteamiento también posibilitaría un mayor apoyo social a la
liberalización del mercado laboral. En todo caso estas personas deben estar
ocupadas (por el estado o por instituciones sociales) si cobran un salario o
prestación, de tal manera que el lazo entre aportación-recompensa que se da en
el mercado se mantenga fuera de él. Esta vertiente de la seguridad limitada
alcanza a colectivos y a ámbitos (prestaciones de vejez, dependencia, paro,
sanidad) que le están muy estrechamente ligados. Éstos ámbitos serán proveídos
por el estado, aunque su gestión podrá (y sería bueno que así fuera)
externalizar. El papel del estado en la economía debe limitarse hoy más que
nunca, pues el estado es la barricada de la que se sirven las fuerzas de la
antiglobalización para parar el desarrollo de un mercado mundial que permita
una competencia perfecta, es decir, el acceso a los recursos por aquellos que
mejor pueden servir a las necesidades de las personas. Mientras el estado sea
nacional y el mercado mundial siempre estará presente la tentación de su intervención
para introducir medidas coactivas, ya sean aranceles o medidas como las
cláusulas sociales, a favor de los "clientes" del estado (votantes) y
en perjuicio de aquellos que no lo son (el resto del mundo). En general, y
respecto a al papel del estado en la economía, existe un cierto estado de
normalidad, que dimana del correcto funcionamiento del mercado y que hace
innecesaria la intervención del estado en el mismo más allá de los impuestos
para su propio funcionamiento, carga impositiva que es legítima mientras sean
conocidos de antemano e iguales para todos. Por contra, existen fases de
anormalidad, de excepcionalidad, que son a las que debe dar respuesta la
intervención estatal de manera permanente (para aquellos que no puedan acceder
al mercado) o puntual, por ejemplo, en situaciones como pueden ser las
catástrofes naturales, los atentados, las situaciones de guerra, etc. Para
estas situaciones de excepcionalidad el estado debe estar preparado. Muchas
veces, las cargas que asume el estado en situaciones de normalidad hacen que no
esté debidamente preparado en las de excepcionalidad. Así mismo, los diferentes
poderes del estado representan claramente su función: el poder judicial es el
más comprometido con la salvaguarda de los límites, es decir, con la
salvaguarda de la no coacción; por el contrario el legislativo y el ejecutivo
son los poderes más proactivos, que tienen que ver con el desarrollo de las
funciones del estado. Existe toda una retórica referente a la definición de
estado fuerte o débil, grande o pequeño. Creemos en la limitación del poder del
estado mediante la conformación de un ámbito privado en el cual los individuos
deben interaccionar de manera libre, con sólo la limitación del respeto de la
libertad de los otros. El gobierno limitado, la existencia de una esfera
privada en la cual no puede actuar mediante mecanismos coactivos, es la
garantía para que la política responda a los intereses de las personas y no de
las burocracias y, si dentro de la esfera privada se ubica el mercado, la
garantía para que los intereses de la burocracia no pongan en peligro el
funcionamiento de la sociedad mediante corruptelas…pero también un mecanismo de
estabilidad del propio sistema político, pues uno de los elementos más
desestabilizadores del mismo es, justamente, las grandes expectativas que crea
su intervención, cuando los ámbitos en los cuales ésta se da son esenciales
para la vida social. Le existencia de una potente sociedad civil es la cura de
humildad de los mecanismos políticos, los cuales, definidos como delegación de
soberanía (y recursos), pueden ser fácilmente objeto de excesos, como es propio
de aquellos que toman decisiones cuyas consecuencias serán otros quienes las
sufran o las paguen. Al respecto considero que lo importante no es si debe ser
grande o pequeño, sino en delimitar los ámbitos de actuación en los cuales no
debe actuar o sí debe actuar y, en este caso, cómo hacerlo (es decir, con qué
finalidad en cada caso). Así hablaríamos de ámbitos públicos y ámbitos
privados. Ámbitos privados son los propios de la sociedad, tal como lo plantea
Hayek, es decir, donde las realidades son fruto de la interacción de las
personas: la familia o el mercado estarían reglados por costumbres o contratos.
En este ámbito de lo privado, el papel del estado se debería limitar a hacer
cumplir los contratos y a velar para que los individuos sean libres, es decir,
puedan actuar sin coacción, mediante el cumplimientos de acuerdos libremente
tomados. La importancia del mercado es esencial, pues la propiedad privada es
una de las principales garantías de la libertad. Así, el cómo puede actuar el
estado difiere del ámbito. En el público puede actuar mediante la sanción
legislativa, mediante las leyes. También mediante la persuasión y los
incentivos. Sin embargo, en el ámbito privado sólo puede actuar mediante la
persuasión y los incentivos, no mediante la ley. Así, en temas morales sólo
debería permitirse la persuasión. Por el contrario, en los ámbitos públicos
puede actuar siendo fuerte, es decir, con capacidad de decisión mediante la
legislación, pues según nuestro criterio de relaciones universales de
contrarios nada debe ser débil. Ahora bien, los ámbitos y sus criterios de
actuación deben estar bien establecidos: en economía debe articular mecanismos
poderosos para favorecer la seguridad limitada; en seguridad debe ser fuerte,
en moral no debe actuar, aunque si puede persuadir pero no imponer legalmente
-identificar moral y estado es la muerte de la ley. La fortaleza de su
actuación no está ligada a el modelo de gestión (externalización, directa,
etc.) sino a la capacidad de poder, es decir, de decidir en cada momento la
actuación a realizar. Los ámbitos públicos se definen como aquellos en los
cuales la cooperación es necesaria para poder alcanzar unos fines queridos y
comunes, mientras que en los privados esa cooperación por coacción no es
necesaria para alcanzar los objetivos individuales que son, siempre, el
"objetivo" último de la política como aquí se define. En este sentido
se propone el concepto de Principio de
subsidiariedad: en coherencia
con la subordinación de lo colectivo al beneficio individual el estado debe
funcionar a partir del principio de subsidiariedad, es decir, que el poder esté
lo más próximo posible al individuo; por ello lo que pueda hacer la sociedad
civil de manera más eficiente (económica y socialmente) no lo debe hacer el
estado y, por otra, aquello que pueda hacer una administración local no lo debe
hacer una administración supralocal. Ello aumentará el espíritu de ciudadanía
de los individuos y, con ello, su responsabilidad política. Así mismo, esto
resultará en una sociedad más dinámica, más flexible frente a los cambios
sociales. El nivel local es el que permite un mayor control por parte de la
ciudadanía y ahí radica su principal virtud. Fuera del local, el nivel del
poder legislativo específico está determinado por la existencia de un
"hecho diferencial" de un territorio o de una comunidad que precisa
de una legislación específica para preservar los derechos fundamentales comunes
a todos. Este elemento diferencial no es genérico a una comunidad o territorio,
sino específico a cada realidad objeto de una
legislación concreta. Existe una relación dialéctica entre nivel
legislativo y derechos. Los derechos y obligaciones generales no son objeto del
nivel local. Los derechos y las obligaciones, al ser generales, cuanto más
lejano sea el poder que los legisla mejor, pues estará menos sujeto a
interferencias de grupos de intereses y redes clientelares y, sobre todo, la
voluntad de intromisión en la vida de las personas por parte del poder será
menor. Ahora bien, el cómo se deben
ajustar esos derechos a las realidades diversas es el espacio de la proximidad,
tanto administrativa como legislativa, si fuera necesario tal adaptación
específica. Frente al principio de subsidiariedad existe el Principio de
Delegación: el principio de delegación
es aquel mediante el cual un individuo delega en terceros una parte de su
autonomía. Esta delegación suele tener como sujeto el estado, y tal como se ha
expuesto en este apartado referente al estado, se entiende que esta delegación
de autonomía no debe ser tal que el individuo pierda su capacidad de tomar
decisiones referente a su vida por si mismo. De lo contrario el individuo pasa
de ser ciudadano a súbdito. El mercado, la iniciativa privada es imprescindible
para salvaguardar la libertad. Es, por ello, una buena señal que la economía
sea aquello más valorado a la hora de decidir una elección: los ciudadanos
saben que si tienen trabajo serán más libres del poder. El otro sujeto de delegación contemporáneo es
la tecnología, más en concreto de la dimensión colectiva que de la individual.
La complejidad social hace que la tecnología sea imprescindible para la gestión
de lo humano, pero a cambio de una gran dependencia de la misma. Los principios
de subsidiariedad y delegación se relacionan de manera inversa: a más
subsidiariedad menor delegación y viceversa. Por ello, la descentralización
administrativa tiene una importancia vital no sólo en la gestión, sino también
en la moral.
El mecanismo de info rmación
del estado son las leyes.
Las leyes son la justicia positiva, es decir, sancionada. Las características
de una ley son que sea abstracta y general (es decir, no creada para ser
aplicada a un grupo social concreto), sin efectos retroactivos y que sea
conocida. Las costumbres son el mecanismo de info rmación
de la sociedad. La dialéctica entre costumbre y ley es muy interesante: ¿qué
parte de la costumbre debe hacerse ley? Pues la que responde a la intención
antes definida, es decir, la que pone los límites de las acciones de los
individuos para asegurar la justicia en el trato entre ellos dentro de los
ámbitos que son públicos, que son sobre los que tiene potestad el estado para
actuar con esta herramienta. En sentido inverso, la costumbre debe preceder a
la ley para que ésta sea aceptada por la ciudadanía. Que la costumbre preceda a
la ley (es decir, que toda ley responda a cierta "ley natural" es, a
la vez, garantía de limitación del poder "creativo" de la política,
es decir, del "constructivismo" político que criticaba Hayek). Así,
no es la ley positiva la que crea derechos, sino que estos derechos son
preexistentes y es la ley quién los sanciona. Estos derechos preexistentes
esenciales son, para los liberales, la libertad individual (de carácter
negativo) y su correlato "positivo", la propiedad, que es la
dimensión material de la libertad, una dimensión necesaria para hacerla
posible. Así, las leyes deben actuar para revertir las situaciones de coacción
que delimitan de manera no legítima la libertad de actuación de las personas.
Una de las características de una acción anticoactiva de la ley liberal es que
consiste en la reposición de un estado anterior a la coacción, la cual puede
ser rectificada inmediatamente y dónde existe un culpable claramente definible.
Esta es una diferencia importante respecto a una ley que intentara soslayar las
limitaciones que contextualizar la acción humana (como intentan hacer las
ideologías socialistas), las cuales ven culpabilidades genéricas y difícilmente
rectificables, pues en esa lógica es difícil limitarse sólo a las
circunstancias "materiales", pues también podrían ser objeto de la actuación
de la ley las limitaciones generadas por las desigualdades psicológicas. Este
planteamiento no se debe a una hipótesis histórica, sino a una deducción lógica
que también se puede hacer en el presente: hacer de la libertad el valor social
preeminente implica una organización socia basada en este valor y, para ello,
el respeto a la propiedad privada es indispensable. Ahora bien, el poder
legislativo no sólo sanciona leyes respecto a la sociedad, sino también
respecto al propio funcionamiento del poder estatal. Hayek ve en esto el origen
de un equívoco según el cual estas legislaciones de diferentes objetos se han
mezclado, de manera que les leyes referentes al estado se han revestido de la
legitimidad de las leyes para con la sociedad (otorgando a todo acto
legislativo una legitimidad y fuerza moral que no necesariamente tienen) y, lo
que es más grave, el legislador se ve legitimado para ordenar la sociedad como
si de una organización se tratara, no respetando los espacios privados y
extralimitándose en sus funciones. Para Bastiat el origen de esa
extralimitación estaría en dos tendencias propias del hombre: la "avaricia
estúpida" y la "falsa filantropía": la tendencia a satisfacer
los deseos de las personas con el menor coste posible es una tendencia natural,
pero el poder coercitivo debe evitar que esto se haga mediante el saqueo
"legal". Una vez más, aquí es aplicable el imperativo categórico,
también en lo que respecta a la obtención de riqueza; mejor, a la atención y
trato que los otros dispensan a nuestra propia riqueza. Este saqueo que
denuncia Bastiat tienen dos componentes, el más obvio e ilegal (y por ello
menos grave) es la corrupción (cuando este saqueo tiene por objeto la
apropiación de los bienes ajenos por parte de los legisladores), pero la otra
forma de saqueo (y más grave, pues se reviste de legitimidad social y es legal)
son las diversas formas legislativas que tienen por objeto la redistribución de
la riqueza, que siempre consisten en hacerse con la riqueza de algunos
(concretos) para repartirla entre otros (genéricos) que nunca son tratados como
individuos (no es una transferencia directa, de individuo a individuo) sino
como un colectivo. El saqueo o redistribución tiene dos momentos, el de
sustracción (impuesto) y el de distribución (subvenciones). Esto no significa
que los impuestos no sean necesarios, que lo son, sino denunciar el grado
impositivo al cual se ha llegado para cubrir los ingentes gastos estatales y
que pueden llegar a cuestionar que el retorno al conjunto de los individuos
compensen la pérdida de ese valor adquisitivo. El poder que otorga al
legislador esta transferencia indirecta es inmenso, pues es él quien pone los
criterios y puede, a discreción, cambiarlos según los intereses más diversos,
creando una sociedad dependiente gracias a las subvenciones: ese es el origen
de su poder. Esa perversión de la ley genera una percepción de distanciamiento
respecto a la misma, pues si responde a intereses particulares y no al
imperativo categórico (universal) que puede ser en mi beneficio en alguna
oportunidad, ya no nos sentimos impelidos a su cumplimiento…haciendo más
necesaria la coacción para su obligatoriedad. Esa coacción sería menos
necesaria conforme esa conciencia de vínculo entre lo que es justo y lo que es
legal fuera más fuerte. En este sentido, cuando se pierde ese vínculo, se puede
hablar del envilecimiento de la ley, en tanto no responde a las expectativas
morales que debería necesariamente conllevar. Otra consecuencia de esa
perversión de la ley es la inflación de lo político, es decir, su relevancia
social que ha hecho de ese ámbito el centro del debate público. Ello es así en
tanto todo lo social se ha convertido en público por la intromisión de la ley
en los diferentes espacios privados, también de la mayor importancia que, en
referencia al concepto libertad, tiene actualmente su dimensión positiva
(participación en la vida política) que la puramente negativa (I. Berlin)
referente a la no coacción; al fin y al cabo, si de la legislación se deriva de
manera inmediata el bienestar de las personas (por el mecanismo de
redistribución) todos tienen interés en participar de ese poder para evitar ser
sujeto de impuesto y, a su vez, serlo de subvenciones. De manera consecuente,
los liberales también se ven forzados a participar en política para restaurar
los diques que necesariamente deberían introducirse entre el poder legislativo
y la sociedad. La única solución de controlar ese saqueo (en su forma ilegal de
corrupción y en su forma legal de redistribución) es limitando la acción del
gobierno y sus leyes, tanto en lo referente a su ingerencia en la economía como
en el ámbito privado de las personas. Pero junto a la "avaricia
estúpida", Bastiat define la otra causa de la perversión de la ley, la
"falsa filantropía", que consiste en la voluntad del legislador de
arreglar todos los problemas humanos mediante la aprobación de leyes. Esto es
un error pues, como apuntaba H. Spencer, es forzar el objeto de la ley
(justicia) cambiando su original sentido formal por un sentido sustancial (la
justicia…social), pero también envileciendo el concepto de logro, pues éste
deja de ser fruto del esfuerzo para ser una dádiva del poder político (y a la
vez que se envilece el concepto de logro también se envilece el de fraternidad,
que deja de ser una virtud cívica para ser una obligación a cumplir gracias a
la coacción del estado). Pero, finalmente, es un error porque es imposible
eliminar las diferencias entre las personas que están en el origen de las
desigualdades…y si no fuera desigual el trato a los desiguales no existiría la
justicia. Bastiat predice que todo sistema de saqueo institucionalizado deriva
en comunismo, socialismo o proteccionismo (tres dimensiones de la misma
realidad). Toda ley debe responder al criterio de justicia y sólo con
posterioridad responder a otros criterios, como el de utilidad social. A las
leyes se les debe juzgar por sus resultados conforme a estos criterios, no por
su origen, el cual puede responder a realidades sociales ya periclitadas. La
mayoría de las leyes son justas, pero, ¿se debe obedecer siempre las leyes? Se
debe obedecer las leyes que no se pueda decir que sean injustas o que quisiera
que se la aplicaran a la persona concreta que la juzga. Ahora bien, si estamos
hablando en términos de justicia, y como el distanciamiento obliga a
diferenciar entre las acciones dictadas por el propio interés y lo que se
considera justo, la ruptura con el orden establecido debe asumirse de manera
socrática, es decir, asumiendo el coste que esa ruptura conlleva por su efecto
ejemplificador de la acción social, pues desde el ámbito de la justicia, la
finalidad no es el beneficio personal (la ventaja), sino el cuestionamiento
colectivo de una ley que se considera debe ser revisada (cuestionamiento que se
favorece si conlleva una penalización que pueda ser vista como injusto). Es
decir, a la hora de inflingir una ley que creemos injusta debemos dotarnos de
fuerza moral (ser coherentes con nuestro deber ser) y, a la vez, eficientes
(conseguir convencer a la opinión pública de la necesidad de ese cambio
legislativo). Para ser eficientes debemos valorar los medios que vamos a
utilizar, de manera que no sean contraproducentes con ese objetivo. A la hora
de inflingir la norma debemos ser conscientes del peso moral que, per se, tiene
la ley, siempre que su origen sea legítimo, es decir, democrático. Si además de
tener un origen democrático surge de ese descubrimiento de la ley natural que
está en el origen de toda buena ley social, esta legitimidad se refuerza. En
este caso, a la hora de decidir romper el orden establecido también debemos
tener en cuenta el coste social que puede generar nuestra acción respecto al
respeto que esta legitimidad se merece, en tanto puede ser un argumento para
los contrarios al orden -legítimo- establecido. Ahora bien, hay leyes que, por
injustas, su sanción pone en entredicho esa legitimidad y el orden benigno. En
general son las leyes que no obedecen a cierta ley natural sino al arbitrio de
los gobernantes. Evidentemente, todo lo anterior se debe tener en cuenta en
contextos de legitimidad política. En contextos totalitarios y dictatoriales
que dictan una ley injusta, ésta no se debe respetar necesariamente, ni se debe
aceptar el castigo ejemplificador, pues la finalidad no puede ser convencer a
la opinión pública, dado que ésta no puede ejercer presión de manera directa
sobre el legislador que ha generado esa norma injusta. En este caso, pues, no
cabe plantearse la eficiencia de nuestra acción de desobediencia civil.
Esa perversión de la ley
es una más de las transformaciones que en ciertos conceptos ha introducido la
intervención del estado más allá de los principios liberales. Es lo que se
puede llamar un envilecimiento de
las bases de la sociedad: la moneda, el trabajo, la ley…en lo que se define,
literalmente, como la pérdida de valor por una utilización torticera de las
mismas.
La institución social
para la cooperación por antonomasia es el mercado.
La economía de mercado es uno de los mecanismos que hacen posible la libertad
individual y el desarrollo humano. Es pues, una institución expansiva de la
creatividad humana. Como mecanismo de cooperación social, el mercado privilegia
las relaciones en plano de igualdad y de neutralidad respecto a los fines. Su
finalidad es la mutua cooperación para que cada cual alcance sus objetivos
(reivindicación social del mercado) mediante la socialización del conocimiento,
ya que nadie puede conocer todo lo que necesita para llevar a cabo sus
objetivos. Así, y como apunta Hayek, la ignorancia es el motor de la
colaboración social. Es por todo ello que la podemos calificar como la
institución expansiva, catalizador de la creatividad y de las energías
sociales. La libertad juega aquí un papel decisivo: dado que la razón es
crítica, debemos dejar al máximo de personas que busquen soluciones a los
problemas generales. Como se puede ver, su justificación no puede venir de la
mera "eficiencia", sino que es de orden moral: posibilita la libertad
de las personas y la mutua colaboración (y beneficio) a la hora de realizar sus
voluntades. En él ponemos nuestras habilidades al servicio de los demás, mas
esta caracterización de las personas como "medios" nunca es
coaccionada, sino voluntaria, y siempre que exista un mutuo beneficio. A
cambio, cada uno recibe la recompensa a partir de la utilidad social de lo que
ofrece. El mercado premia el éxito, es decir, recompensan según lo que los
demás valoran lo que ofreces. Se trata de un criterio claramente objetivo,
cuantificable y no subjetivo, como podría ser la "belleza" o bien
criterios que no sería socialmente beneficios, como el "esfuerzo". La
colaboración a cambio de beneficio nunca convierte a la persona en
"cosa" o mercancía, pues la mercancía implica propiedad de la
persona, que en un modelo de libre mercado no existe gracias al mecanismo del
contrato, al contrario que en un sistema feudal o esclavista. Además, la
colaboración para el mutuo beneficio es, al ser colaboración al fin,
socializadora. Como indica Hayek, la simpatía humana es consecuencia de la
colaboración y no al contrario, se colabora por necesidad, después vemos las
ventajas de la misma, vemos que colaboramos por el bienestar propio. El orden
moral del mercado también atañe a la acción del individuo, pues el mercado
premia las conductas positivas (ligadas a conceptos como confianza, esfuerzo,
etc.) y castiga las negativas. Según el concepto de seguridad limitada antes
definido, la intervención del estado a la hora de evitar los sufrimientos a los
individuos debería limitarse a aquellos que no pueden participar en el mercado;
para los demás, ha de ser el mercado quien distribuya las recompensas, de
manera que cada cual rija su vida según sus necesidades, esforzándose más si
esas recompensas no son suficiente; manteniéndose en su acción si lo son. Así,
la lógica de las recompensas en el mercado viene definida por la utilidad
social de aquello que cada cual pueda aportar, no por el mérito de las
personas. Esto debe ser así primero, por una cuestión previa, pues es más
difícil valorar el mérito que el éxito y, generalmente, en el primer caso de
debería plantear una autoridad que valorara lo que es más meritorio y lo que
no. Por otra parte, hacer del éxito el criterio de recompensa favorece que se
incentiven las acciones socialmente más beneficiosas. Esta lógica conlleva la
desigualdad en las recompensas; no así la pobreza, que un sistema de mercado
debería solucionar. La pobreza consiste, básicamente, en la marginación del
individuo respecto al mercado. Esa marginación, cuando responde a
características del individuo que impiden su incorporación al mismo (edad,
enfermedad, etc.) requieren de la intervención garantista del estado. Si no es
así, el propio mercado, dejado a su libre acción, puede encontrar soluciones a
esa anomalía. Como apunta Hayek, en un sistema de mercado la desigualdad
introduce incentivos necesarios, pues permite la experimentación (que siempre
es cara) social de aquello que posteriormente llegará a ser un producto de
masas y, por otra parte, muestra a los productores que es aquello que el
conjunto de la sociedad más demanda mediante el mecanismo de los precios. Ahora bien, esa desigualdad será positiva
socialmente siempre y cuando exista cierto consenso sobre la legitimidad de su
origen, es decir, que ese beneficio se sustente en una aportación para el
conjunto de la sociedad juzgado a partir de la demanda agregada de los
individuos. Cualquier otro origen de los beneficios (sean fruto del
mercantilismo, o de la existencia de monopolios arbitrarios) socava los
cimientos de la sociedad justa, pues lo que genera tensiones sociales no es
tanto la propia desigualdad como el sentimiento de que ésta no está al alcance
de todos según sea su mérito. La meritocracia es un valor social establecido y
debemos ir en contra de todo aquello que lo socave si no queremos que, con las
situaciones de injusticia se acabe con la desigualdad "constructiva"
del mercado. Sólo esa desigualdad "justificable" puede limitar la
inevitable sensación de inequidad que genera el desigual reparto de recompensas
en una sociedad que ya no ve natural e inevitable la división en castas o
clases sociales.
Este planteamiento
"constructivo" de la desigualdad también es válido para la relación
entre los países. El llamado "tercer mundo" no es pobre por la
riqueza del primer mundo, no al menos ahora. No se trata de evitar hablar de
culpas, sino de buscar los problemas para solucionar no la desigualdad, sino
sus visualizaciones más siniestras: el hambre y la miseria. Para que esto sea
así los países desarrollados no deben dejar de serlo (su involución seria
negativa para ellos…y también para el resto, pues la riqueza en un mundo
globalizado no es un juego de suma cero, sino que conforme crece globalmente
también se benefician localmente) sino seguir generando riqueza mediante el
aumento de la productividad. En una economía abierta a nivel mundial, los
países adelantados lo serán porque tienen más conocimientos (y tienen más
conocimientos porque son más ricos), pero su progreso ayudará a los otros a
recorrer el camino en menos tiempo si están dispuestos a aprovecharse de esa
globalización. La expansión "globalizadora"
del mercado vino precedida por la expansión de la propia estructura productiva,
al pasar de una economía basada en la satisfacción de las necesidades humanas
(economía industrial, con una división del trabajo muy jerarquizada), siempre
finitas, a una economía basada en la satisfacción de los gustos y apetencias
humanas que, en esencia, son infinitas.
La libre competencia que
posibilita la no intervención del estado genera necesariamente ganancias y
pérdidas, y son éstas las que suelen generar las demandas intervencionistas
(las pérdidas, pero también las ganancias para mantener situaciones de
privilegio). En este sentido una de las dificultades en la defensa de la libre
competencia tiene que ver con el diferente valor que tiene para el individuo su
doble condición como consumidor y productor. Como consumidor, la libre
competencia siempre es beneficiosa, pero como productor puede verse perjudicado
por la misma sin que las ventajas como consumidor le compensen, pues es nuestro
trabajo el que nos proporciona identidad y rentas. El libre mercado, el mercado
universal que plantea la globalización y las nuevas tecnologías de la info rmación
conlleva un poder distribuido, es decir, que el consumidor tenga el poder en
sus manos sin que las barreras espaciales puedan ya contrarrestarlo. Podemos
comprar a quién queramos y cuando queramos, de manera que el sueño de una
competencia casi perfecta es más real que nunca. Ello produce profundas
resistencia por parte de aquellos que se ven amenazados por esa competencia o
de aquellos que tenían el monopolio de ciertos productos, bien porque así lo
establecía el poder político, bien por los costes que significaban para el
consumidor el acceso a productos de otros mercados. Esta resistencia es
comprensible, pues si bien la globalización beneficia la dimensión consumidora
de toda persona (demanda), pone en peligro su dimensión productora (oferta) al
enfrentarle a una competencia que quizás no pueda superar sin grandes cambios,
sin esfuerzos. Ello afecta tanto a intereses corporativos, que ven amenazados
su posición de mercado, como a la masa de trabajadores en sectores poco
competitivos. La resistencia es fruto del diferencial entre la relevancia de
las dos dimensiones del hombre en el mercado; la de productor y la de
consumidor. La globalización facilita maravillosamente la dimensión
consumidora, con productos más baratos y una mayor competencia. Por el
contrario, cuestiona la dimensión de productor en diferentes sectores, siendo
ésta más vital, pues permite la dimensión consumidora. Los beneficios, en esta
dimensión, se externalizan en terceros que, por la dimensión nacional de los
estados, no pueden ejercer presión alguna sobre éstos. Por el contrario, el
estado y su gran poder de intervención en la economía, facilita la organización
de los intereses contrarios a la globalización. Ello es inevitable mientras que
esa intervención se mantenga, de manera que se generen redes clientelares. Las
fuerzas contrarias a la globalización ponen en riesgo esa cohesión social
universal (fruto de la disipación de rentas y de la competencia perfecta) que
la globalización prometía.
El mercado
debe ser el origen de la propiedad
privada; cuanto más sea el origen de la riqueza el mercado más
floreciente, vigorosa y justa será una sociedad. La existencia de propiedad
privada es uno de los requisitos de la libertad, pues nadie es libre si debe a
otro lo necesario para su existencia. Esa es la importancia de la propiedad:
hacer posible la libertad para llevar cabo el proyecto ético; toda otra
consideración respecto a la riqueza es secundaria y menor...y ciertamente
contraproducente cuando nos desvía de ese proyecto ético: el amor a la riqueza
es un sentimiento bajo al hacer del medio un fin en sí mismo. Por el contrario,
todo totalitarismo que aspira a hacer de los hombres esclavos es enemigo de la
propiedad privada.