"El esfuerzo por aclarar las ideas es el fundamento de la vida moral" Blaise Pascal

5.1 El buen gobierno


El liberalismo es la doctrina política que a lo largo de la historia ha planteado la supremacía del individuo sobre lo colectivo. Es, por ello, la línea de pensamiento que posibilita la existencia del hombre ético y, por ende, de la sociedad justa tal como aquí se define. Esto es así por dar preeminencia a la libertad por encima del resto de los valores cuando se produce un conflicto entre los mismos. Los valores son comunes a todos los hombres, a todas las culturas, lo que cambia es su combinación y la relevancia que cada cultura o individuo otorga a esos valores. Por ello los hombres se entienden (pues comparten los mismos valores), aunque difícilmente lleguen a acuerdos, pues la ordenación de los mismos difiere. Así, la sociedad liberal no resuelve la tensión entre libertad e igualdad, pues ambos valores son necesarios; simplemente subordina uno al otro, ya que la igualdad también es necesaria para la libertad, pues cierto nivel de desigualdad también podría ponerla en peligro. En sentido contrario, sólo en el pensamiento utópico puede darse una situación que maximice los valores sin contrapesarlos; así, es imposible una situación real en la que se de un máximo de igualdad y libertad. No existen, pues, valores absolutos, sólo preeminentes. La libertad individual genera diversidad y, a su vez, esta diversidad de proyectos éticos, (de valores individuales) genera pluralidad. Una sociedad liberal asume esa pluralidad hasta hacerla la esencia de su ser. La sociedad liberal es una "sociedad abierta", en el sentido que le otorga K. Popper, es decir, una sociedad que acepta la diversidad. Libertad de expresión: El debate público, la libertad de expresión y la existencia de medios para publicar las distintas ideas es esencial para la pervivencia de la democracia. Aquí la diversidad si que es un valor: cuanto más representación de distintas ideas (opinión publicada) más garantía de debate y mayor calidad democrática. En este sentido internet, al minimizar al máximo el coste de oportunidad y de publicación es una herramienta esencial para garantizar la oferta de opinión publicada. Es el medio en su conjunto el que favorece la libertad, más que cada uno de sus componentes, cada vez más cerrados en sí mismos. La pluralidad no es un valor final (sólo sirve para las sociedades, no para los individuos, ya que en éstos sería incoherencia o falta de identidad) sino un valor formal; la pluralidad social no es más que la asunción de la diversidad de proyectos individuales, cada uno portadores de valores finales. Por el contrario, las sociedades cerradas lo son respecto a su pluralidad interna, identificándose alguno de los valores finales con los que funcionan los individuos como el esencial a nivel colectivo. Los individuos de una comunidad pueden compartir la combinación de valores de esa comunidad. Cuanto más cerrada sea la misma mayor convergencia en la combinación mostrarán sus miembros. Imaginemos, naciones, religiones, sectas, etc. cada uno con un mayor nivel de convergencia según sea mayor las obligaciones que comporta su acceso por parte de sus miembros. Esa combinación fija de valores también se da en las sociedades abiertas, aunque el valor preeminente es el pluralismo mismo, la libertad; es decir, un valor formal y no final.

 

El pluralismo liberal no es sinónimo de relativismo. No todas las combinaciones de valores que revelan los proyectos éticos individuales tienen igual valor; no cabe, pues, relativismo a la hora de juzgar los comportamientos individuales o colectivos. Ahora bien, la diferencia entre relativismo y pluralismo radica en la relación de poder, en la relación de imposición. Una sociedad (los individuos que la componen)no deben ser relativistas en tanto no puede creer que todo proyecto de vida vale por igual; ahora bien, una sociedad debe ser pluralista, en tanto debe permitir a sus miembros que lleven a cabo su proyecto de vida, tenga éste mayor o menor valor (siempre y cuando no atente contra la regla básica de no cuestionar la libertad de los demás y no quiera imponer su visión del bien, su valor preeminente a los demás)sin coaccionarlos mediante el poder político. El estado tiene capacidad de imponer, de coaccionar, mientras que la sociedad también puede imponer criterios, pero no tiene los mecanismos para asfixiar la iniciativa del individuo, que siempre tiene vías de escape. El acuerdo entre combinaciones de valores es imposible...pero en la sociedad no estamos impelidos a compartir todo con todos, sino que podemos ejercer nuestro derecho a la indeferencia, a la coexistencia sin más obligaciones que las de respetar la libertad de los demás. La esencia de la tolerancia es esta: el respeto a las diferentes combinaciones de valores no significa su comprensión o aprobación, sino simplemente la no reclamación de su desaparición mediante poder coactivo alguno, y si, en todo caso, mediante la discusión pública. La sociedad liberal, pluralista, comporta el conflicto interno entre valores preeminentes, aunque al tener los individuos o grupos cercenado su poder de coacción a terceros que no comparten esa combinación de valores la convivencia es posible. Sólo en algunos casos este conflicto interno aparece irresoluble, por ejemplo, en la discusión del aborto, al debatirse no sobre valores, sino sobre el sujeto de los mismos (si es un ser humano o no). En estos casos no cabe consenso sino el triunfo del más fuerte (frente a la opinión pública) y la discusión puede llegar a ser tan violenta como los que intervienen quieran que sea. Frente al pluralismo de las sociedades abiertas, los totalitarismos buscan erradicar la disputa de valores interna en la creencia de que la uniformidad hace a la comunidad más fuerte, aunque esto no necesariamente sea así. El "choque de civilizaciones" no es entre distintos valores, sino entre las sociedades que hacen de la asunción de su pluralidad interna por parte de sus aparatos de coacción un valor y aquellas sociedades que sofocan su pluralidad interna en favor de una idea de bien que revela una combinación determinada de valores. La superioridad de la sociedad abierta sobre la totalitaria radica en su formalismo, posibilitador de la vivencia de la diversidad humana.

 

El pluralismo en las sociedades abiertas es un hecho fáctico, pero también revela un valor en sí mismo: la sociedad abierta existe porque existe diversidad, pero a su vez la diversidad de posicionamientos permite un debate de ideas enriquecedor, fomentado por la transparencia en la exposición de las posiciones. El debate público está abierto a todo lo que hace referencia al ser humano, y así debe ser, asumiendo la disparidad, el acuerdo, la crítica o la censura por parte de los debatientes, siempre y cuando se haga con tolerancia que, como se ha dicho anteriormente, se reduce a no exigir la intervención de un poder coactivo sobre aquello que no gusta, siempre y cuando se respete la libertad de terceros. El debate público es honesto cuando se contrastan posiciones de sujetos reflexivos que presentan una posición sobre un tema que creen universal (es decir, que responde a un criterio de verdad, no de mera opinión interesada) y, por ello, compartible por los demás. Ahora bien, a la vez debe ser consciente de las limitaciones de su idea de verdad. Estas limitaciones refieren a la finita capacidad del entendimiento, a la existencia de fallas en la percepción, a la falta de información y, también, a que la realidad puede transformarse a mayor velocidad que la percepción individual de la misma. Es por ello que la pluralidad y su publicidad es necesaria para enriquecernos, para mantenernos alerta como una de las funcionalidades más de la competencia, en este caso de las ideas. La verdad no es, pues, inmutable, pero un modo de pensar honesto debe creer que es universalizable aunque siempre sometida al criterio de falsificación de Popper (justificado por las limitaciones antes expuestas). La verdad es sólo relevante políticamente cuando refiere a asuntos que obligan a acuerdos colectivos vinculantes para el conjunto de los ciudadanos, y no opciones personales que no coartan las opciones de los demás. En el debate público hay verdades fácticas (universales) y combinaciones de valores (particulares). La racionalidad es el camino para resolver la verdad fáctica (pues los individuos tienen una capacidad racional que les permite llegar a acuerdos sobre la naturaleza de las cosas más allá de sus circunstancias vitales), no así para discutir las combinaciones de valores.

 

El racionalismo, el concepto de racionalidad liberal también difiere del decimonónico. Así, el racionalismo no hace referencia a "una manera de ser", sino a un medio (la racionalidad) para alcanzar metas vitales, sin convertirse el racionalismo en un fin en sí mismo. La racionalidad como medio para conseguir un fin pueden ser objeto de la moral, en tanto respete -o no- la libertad de los demás, pero los medios son, sobre todo, objeto del análisis racional, siéndolo más en tanto nos acercan a nuestros objetivos o fines y siéndolo menos en tanto nos alejan de los mismos. Sin embargo, respecto a los fines sólo podemos utilizar categorías morales: bien y mal. La racionalidad pura como fin es cruel, pues tiende a cosificar al individuo.  En general, cuando se habla de fines racionales a lo que se suele aludir es a optar por alternativas que sean "buenas para el individuo". La racionalidad se relaciona con la capacidad de "distanciamiento", de generar/pensar construcciones abstractas que permitan conocer mejor la realidad y adaptarse/moldearla para conseguir los fines establecidos. La ciencia es el paradigma de racionalidad, pero no es el único ámbito donde ese distanciamiento se realiza. Un ejercicio de racionalidad que suele categorizarse como moral es la racionalidad como empatía, como "ponerse en el lugar del otro". Esta racionalidad es moral en tanto se emparenta con la finalidad que posibilita, esta sí, moralmente positiva, como es la convivencia. Sin embargo, dado este fin planteado, este ejercicio de racionalidad no se diferencia de otros respecto a fines, pues muestra esa misma capacidad de pensar en categorías abstractas, de distanciamiento, en este caso respecto a las propias creencias.

 

Es el pensamiento liberal el que da la clave de una gestión de las instituciones de la política coherente con la justicia. Por ello promueve la responsabilidad individual y no el paternalismo, porque entiende que sólo en la voluntad real del individuo radica el valor del proyecto ético, que es la finalidad de la libertad y que debería ser el valor preeminente del hombre. De manera coherente con su definición, sus principios no surgen de ninguna inteligencia ni corpus cerrado, sino que son fruto de la experiencia histórica de muchas generaciones, desde la Atenas de Pericles pasando por la escolástica española. La esencia del liberalismo político está en la defensa del postulado de la no coacción como guía de la acción política. Dentro del espacio ideológico, el liberalismo no sería un término medio entre conservadurismo y socialismo, pues como apuntaba Mises, conservadurismo y socialismo son esencialmente "estatistas", es decir, confían en el poder del estado para imponer su idea de bien sobre el conjunto de la sociedad, mientras que el liberalismo es, esencialmente, no estatista, pues acepta que la idea de bien es individual y que, por ello, la primera norma de la política debería ser la aceptación del pluralismo en esa idea del bien. A partir de aquí, y como apunta Spencer, se podría decir que toda política que aumenta la coacción del estado sobre el individuo es conservadora -en contraposición al liberalismo-, sea de izquierdas o de derechas. El liberalismo asume que la esencia de la sociedad tiene que ver con la iniciativa de las personas en el ámbito de lo privado, en el ámbito del mercado, y que la política debe estar subordinada a la esfera creativa de la individualidad. Ahora bien, el liberal no debe desatender la esfera pública, justamente porque las tentaciones estatalistas deben controlarse permanentemente.

 

Una de las grandes preguntas que se plantea el desarrollo de las ideas liberales es el porqué de su fracaso a principios del siglo XX, cuando el siglo anterior hacia presagiar su desarrollo en toda Europa. La explicación radicaría, quizás, más en el pensamiento que en la economía, dado que el liberalismo era una ideología reformista (mediante el método del ensayo y error) que mientras gestionaba la realidad veía como se iban gestando ideologías de redención, como la comunista que, animadas por la promesa de perfección de la ciencia, ponía ante los hombres una imagen de felicidad plena (de un hombre nuevo), mejor y alcanzable, demasiado atractiva para los miembros de una sociedad conflictiva y cambiante.

 

La democracia liberal, en su doble vertiente, de respeto a las minorías para el no querer, para la política del consenso (elemento garantista que permite defender el principio de no coacción para hacer posible el individuo ético) y de voluntad de las mayorías para la política del querer, es decir, sobre cual es la mejor manera de gestionar esta sociedad –una vez salvaguardado el consenso respecto a la política del no querer- se articula a partir de los conceptos clásicos de responsabilidad y alternancia de las diferentes opciones que compiten –en el sentido de mercado- por la clientela política. Constitución y ley responden, en democracia, a esas dos funciones. La constitución suele marcar las reglas de juego y los límites de la política del consenso, mientras que la ley es el vehículo mediante el cual las mayorías marcan sus prioridades. La constitución es una constricción, pero necesaria si queremos hacer realidad la libertad. En este sentido, el derecho de las mayorías es siempre un derecho limitado, válido únicamente dentro de unos límites. De manera consecuente, la subordinación de la minoría a la mayoría en los ámbitos públicos, sólo tiene sentido en cuanto sirve para garantizar la libertad individual y en tanto la asociación es imprescindible para alcanzar los objetivos de los individuos. Tal como se apuntaba, la gestión de la política, como delegación de la soberanía personal a terceros para la toma de decisiones que afectan, necesariamente, al conjunto de los individuos que componen una comunidad no voluntaria, precisa de un mecanismo para elegir a esos delegados de la soberanía. La democracia es el mejor de ellos, siempre y cuando su poder sea limitado. En la esencia de la democracia está la representación, de manera que se hace posible la introducción de cierta meritocracia: el pueblo no gobierna directamente, sino que escoge a los mejores para defender sus intereses, de manera que democracia y aristocracia (no necesariamente económica) se alían. En contra de ciertas tendencias hay que reivindicar la importancia pedagógica de los líderes políticos y su ejemplaridad. Ello es una necesidad para contrarrestar ciertas tendencias "plebeyistas" que siempre existen en democracia. La representatividad obliga al equilibrio de intereses, a la mediación, a la transacción y no a los triunfos absolutos. La democracia directa, por el contrario, no permitiría la transaccionalidad de las posiciones y haría más difícil aunar posturas y gestionar el conflicto. No hace falta extenderse sobre las ventajas del sistema democrático, que en el sistema de partidos introduce los mecanismos de la competencia. Una de las críticas que se realiza a la democracia surge de una concepción gerencial de la misma. Sin embargo, la política es esencialmente vivencial y no responde a ningún plan preestablecido, razón por la cual no cabe delegarla en especialistas; por una parte, por el valor de uso de la política, es decir, que la política se vive, está inmersa en la variable tiempo y no es algo que mente humana pueda planificar y, por otra parte por la diversidad social existente que hace que la política sea un mínimo común de convivencia. Todo ello apunta a la imposibilidad de la ingeniería social, la imposibilidad de ese historicismo que critican liberales como Popper o Hayek. Finalmente, en democracia, al ser más los que juzgan es más difícil la colusión de intereses que puedan poner el poder al servicio de un colectivo concreto. En este sentido podemos analizar el porqué de la participación de los ciudadanos en la política: intereses, ideologías…lo esencial es el carácter representativo de la democracia liberal, lo que permite llegar a acuerdos globales y no a discusiones temáticas, a valorar órdenes de prioridades más que batallar por cada una de las proposiciones existentes. La diversidad entre individuos hace preciso la salvaguarda de la libertad y, por ello, de la democracia. Una política liberal incluiría algunos principios básicos –como voluntad, más allá de cierta graduación que introduciría la política del poder- cómo: limitación del poder coactivo del Estado, defensa de la economía de mercado y la libertad de comercio, libre circulación de personas, capitales y bienes, sistema monetario rígido, establecimiento de un Estado de Derecho, limitación del poder del Gobierno al mínimo necesario para definir y defender adecuadamente el derecho a la vida y a la propiedad privada, a la posesión pacíficamente adquirida, y al cumplimiento de las promesas y contratos, limitación y control del gasto público, establecimiento de un sistema estricto de separación de poderes políticos, utilización de procedimientos democráticos para elegir a los gobernantes y establecimiento de un orden mundial basado en la paz y en el libre comercio voluntario. Respecto a la política del querer necesariamente modula la pureza de los principios antes citados según la máxima antes citada de inspiración hayektiana según la cual la política de la voluntad puede jugar a ampliar, siempre que no deje de servir (o ponga en peligro con su acción) estos mínimos comunes liberales. Ampliando la idea de ese punto de equilibrio de Hayek entre la libertad y la igualdad (dos valores que son contradictorios), esa tensión de resolución siempre precaria tiene su correlato social. Así, las llamadas "clases medias" son un punto medio entre los dos conceptos, pues para desarrollarse necesitan, en cierta manera, de igualdad y de libertad; son suficientemente autónomas para valorar la libertad (tienen "algo que perder"), pero, a su vez, no podrían sobrevivir sin cierta participación en los bienes colectivos. Fortalecer a aquellos que tienen "algo que perder" (si fallan las estructuras estatales, pero también si éstas ocupan todo el espacio social) a la hora de diseñar las políticas públicas es una buena manera de fortalecer la democracia liberal. Esas clases medias se pueden definir, en un lenguaje más liberal, como aquellas personas que reciben sus rentas de la economía productiva (no son rentistas, ni funcionarios) y están sujetos a la movilidad social (ascendente o descendente); siendo así, harán del trabajo (propio) el centro de su vida, poniendo en su justo sitio (es decir, secundario) la política y la vida pública. Este es nuestro modelo moral aplicado a la política. Una sociedad donde prevalezca la moral de las clases medias no niega los extremos de las grandes pasiones -intelectuales, políticas o morales-, sino que las limitan haciendo de éstas actitudes minoritarias e individuales. La moral "pequeño burguesa" es poco atractiva a nivel individual, pero imprescindible a nivel social. Por ello debe defenderse desde los principios, no únicamente desde la eficiencia económica. Esta línea de pensamiento, para responder a las exigencias de los tiempos, debe readaptarse constantemente.

 

La política como sustitución del proyecto ético, la política que no está basada en el pluralismo de éticas está abocada a convertirse en totalitarismo, en política de la utopía no pluralista: una utopía estática que se define porque todo problema tiene una única solución, todas las soluciones son compatibles entre ellas y alcanzables mediante el conocimiento verdadero, aquél con una sola idea de lo que es bueno para todos. Así pues, la dificultad a la hora de discernir la naturaleza totalitaria de un régimen reside en que no necesariamente se plantea una finalidad negativa (las buenas intenciones no son garantía de buenos resultados…al contrario, dificulta anticipar con suficiente claridad los malos resultados), lo que nos puede hacer olvidar que la esencia de un buen sistema es, justamente, su carácter pluralista, no la mejor o peor intención -u objetivos- de sus dirigentes. Así, ningún totalitarismo reniega de la libertad, simplemente la objetiva, de manera que la "verdadera" libertad seria aquella que postula su ideología. En este sentido es pertinente recordar que no existen buenos sistemas degenerados por malas personas sino al revés: el buen sistema es aquél que responde cuando las personas fallan. Si un sistema no es capaz de su propia regeneración no es un buen sistema.

 

Existen diferentes versiones u orígenes del totalitarismo: el totalitarismo decimonónico está muy ligado al mito romántico del individuo como creador, como héroe, pero traspasado del mundo de la ética y del arte -que es el propio del mito romántico- al mundo de la política. Cuando esto ocurre se genera la imagen del líder carismático que acaba perpetrando, paradójicamente, el sacrificio de individuos en nombre de un supremo individualismo.

 

Más sutil es el totalitarismo de ideología marxista-freudiana. Según este los individuos bajo el sistema capitalista son seres alienados, ignorantes de su verdadera naturaleza y, por ello, incapaces de discernir entre lo que es bueno y lo que les perjudica. Sólo unos pocos, aquellos que no sucumben a los cantos de sirena del sistema, pueden sacarlos de la caverna platónica...incluso contra su propia voluntad, una voluntad que está, y hay que recordarlo, falseada. "El Fürer y sólo él es quien conoce el verdadero pasado de Alemania y su futuro". Sólo desde una coartada de este tipo puede entenderse esta frase de Heidegger, más propias de un supersticioso que de un filósofo. La coartada de este pensamiento está la concepción de libertad interior propia de los filósofos estoicistas y, más modernamente, en el racionalismo kantiano que, haciendo posible que la acción sea fruto de la parte no racional del ser -en contraposición con una acción racional- crea la idea de alienación y, con ello, la posibilidad de aparecer "exorcistas" de la misma que sepan lo que verdaderamente los demás quieren.

 

Otra forma de totalitarismo, en este caso democrático, sería aquél que impone la igualdad absoluta entre los individuos, independientemente de su aportación a la sociedad. Este es uno de los peligros que ha generado la democracia en su versión más radical, aquella que va más allá de un mecanismo para decidir la estructura de poder a favor de un mecanismo para planificar la vida de los individuos en su totalidad. En esa democracia igualitarista los esfuerzos sociales tienen como objetivo coartar a los individuos más valiosos; no es un esfuerzo creativo sino destructivo, cuyo objetivo es asegurar de esta manera un igualitarismo que no existe en la realidad. La política no sujeta a un orden liberal, sino totalitario podría ahogar la iniciativa expansiva del ser humano del mercado. La tendencia igualitaria era un peligro que ya Aristóteles denunciaba para que una democracia degenerara en demagogia. La demagogia conlleva siempre un mayor poder del estado y del principio redistributivo sobre el principio de creación de riqueza. La degeneración totalitaria de la democracia se da allá donde las mayorías han pasado de ser soberanas a monarcas, es decir, donde no están sujetas a ley. La única manera de controlar esta tendencia es la limitación del campo de actuación del poder político, pues siempre el poder responderá a la mayoría en una sociedad democrática. Esta tendencia al igualitarismo es milenaria.


Se debe diferenciar entre totalitarismos y dictaduras. Los totalitarismos son aquellos regímenes que aspiran a un control total de todas las facetas del ser humano en sociedad y no sólo a la propia de la política. Regímenes totalitarios en el siglo XX han sido, básicamente, el nazismo, el comunismo y sus derivados. Son aquellos regímenes que han teorizado la búsqueda de un "hombre nuevo", de manera que han dictado una política concreta, pero también una economía, una ética, una moral y hasta una estética para ese hombre nuevo. Por contra, las dictaduras son regímenes que se ciñen al control político de una sociedad. Así pues, la distinción es cualitativa y no meramente cuantitativa: un totalitarismo no es una dictadura cruel. La dictadura, al no tener la cuartada ideológica del totalitarismo, tiene más dificultades para legitimarse, razón por la cual siempre tendrá que vestir su poder a partir de conceptos propios de la democracia; de esta manera no habrá elecciones libres, pero si plebiscitos para mantener la imagen de poder legitimado por el pueblo. Como apunta Junger, en un plebiscito lo que legitima al poder no es la mayoría, sino la existencia de una minoría exigua: ese pequeño porcentaje que vota "no" legitima y justifica a la dictadura: la legitima en tanto demuestra que la disidencia y la justifica en tanto que sigue existiendo una parte de la sociedad que es contraria al propio régimen y que, por lo tanto, su función "salvadora" es todavía necesaria. Esa parte contraria a la dictadura, que es siempre una exigua minoría, es el motor de la sociedad, mientras que en la democracia el motor es la mayoría. Frente a un poder totalitario de una minoría es otra minoría la que puede responder.